A
bonico/ abonico
Les confesaré que de esta locución
(a bonico) o palabra (abonico) -que de las dos maneras se
puede transcribir lo que no fue nunca para escrito- hay que hablar abonico, es decir, en voz muy baja, como
en un susurro, con delicadeza y con mucho mimo, con lengua de terciopelo.
Porque a partir de la palabra bonico,
que expresa afectivamente el gusto por lo delicado, proporcionado y gracioso,
se retrata una acción que se hace con cariño, sin llamar la atención, casi a
hurtadillas: los novios se hablaban a
bonico, tanto para no desvelar sus secretos como para hacer más suave y
amoroso el tono de sus confidencias; y lo mismo hacía la madre que susurraba una
canción junto a la cuna de su nene
recién nacido; y cerrábamos la puerta o nos deslizábamos por la casa a bonico, de puntillas, en silencio,
para no distraer al que trabajaba ni despertar al que estaba durmiendo. Pues
bien, hoy ya no decimos ni hacemos las cosas casi nunca a bonico; es más, les diré con pesar que desgraciadamente apenas se
conserva la memoria de una expresión tan bonica.
Hacer
el agarejo
Al nuevo, al apocado, al listillo
o al que caía mal había que someterlo a unas pruebas de iniciación que lo
integraran en el grupo o lo marginaran definitivamente. La más cruel y
humillante era el agarejo, tanto por
la violencia física como por las implicaciones vergonzosas que suponía. El
grupo perseguía con saña al elegido y, una vez alcanzado e inmovilizado, se le
tendía en el suelo y se le bajaban las prendas inferiores, dejando el camino
libre para sembrar un puñado de tierra o de barro, o algún salivazo, sobre las
partes pudendas del sacrificado, al que se dejaba luego inerme para que, entre
las risas y burlas de todos, se fuera sacudiendo y recomponiendo su figura.
Este ritual, aunque parezca mentira, nos retrotraía a los tiempos oscuros de la
España Imperial, cuando los cristianos viejos podían comprobar si alguien
estaba circuncidado, en cuyo caso sería acusado de judaísmo. Y agarejo traduce ese antijudaísmo
visceral al llamar a la víctima de nuestras tropelías hijo de Agar (Agar hej), nombre de la concubina de
Abraham, es decir, judío e hijo de mala madre. Y nosotros sin saberlo.
Tan aína(s)
Tan aína(s)
Los más viejos de este lugar,
aunque sin dar pruebas de saberlo, a veces se expresaban como los doctos
latinos, y parecía que habían aprendido a hablar en el diccionario de Covarrubias
o leyendo a nuestros clásicos del Siglo de Oro. Cuando escuchábamos al abuelo
decir vide, mesmo, deseguidas, truje u hogaño, mientras unos se compadecían de él o discretamente se burlaban
de su rusticidad, otros bebíamos en sus palabras la savia del buen hablar que
por los caprichos del destino fue envejeciendo y quedando al margen de las modas
y de los nuevos tiempos. Y precisamente eso es lo que pasó con la vieja aína(s), heredera del verbo latino agere (“hacer“), que aquí solo se
conserva en la clandestinidad de la memoria de unos pocos que, ha mucho tiempo,
la oyeron nombrar como término ponderativo que negaba enfáticamente que algo
fuera a ocurrir “pronto”, “enseguida” o “fácilmente”; es decir, que no era
factible. Así que nadie espere, ni siquiera hablando con los nativos de estos pagos,
escuchar “tan aínas” un vocablo de
tanta antigüedad y pedigrí como este, pero que hoy ya nadie recuerda.
Estar/
poner en los Altillejos
De siempre la imaginación ha
buscado términos lejanos donde colocar nuestras aspiraciones y sueños, ubicar
el paraíso perdido donde evadirse por un tiempo o para siempre en una aventura
imposible, mandar a los seres malqueridos, o simplemente como punto de referencia
del no va más de la lejanía frente al mundo cercano y prosaico en que vivimos.
Para ello, los más suelen recurrir a los cerros de Úbeda o a la recóndita
Babia, mientras que los ilustrados mandaban a otros o se iban ellos mismos a
las Chimbambas, Sebastopol o la Guinea Papúa. Pero frente a estas evasiones a
ras de suelo existen referencias ascendentes que nos permiten poner el grito en
el cielo, colocar a alguien por las nubes o alcanzar los cuernos de la luna.
Aunque los habladores de aquí preferíamos dos estrellas lejanas y brillantes de
la constelación de Géminis, a las que llamábamos los Altillejos o Artillejos, como
antonomasia de la distancia sideral con la que medíamos a quien tenía muchos
humos, marcábamos la situación inalcanzable de objetos y sueños lejanos, e
incluso mandábamos allá a quienes no queríamos ni ver.
Más tonto que un armao
Ahí van desfilando marciales,
precedidos de estandartes, lábaros e insignias, pertrechados de lanzas, espadas
y dagas y protegidos por corazas, escudos y cascos rematados en airoso copete
con forma de cepillo. Pero lo llamativo de esta legión es su ritmo lento y cansino,
como de autómatas que adelantan penosamente un pie y a este le sigue el otro
marcando un balanceo casi sonámbulo que se repite invariablemente, guiado por
redobles de tambor, aun en los momentos en que están parados. Aunque parezca
que estamos en la Vía Augusta de Roma, todos sabemos que son romanos de
mentirijilla que acompañan a los pasos de Semana Santa en muchas villas y
ciudades de España. Y todo el mundo los llama armaos, aunque el diccionario académico lo considere vocablo
desusado. Pero esta parafernalia de armas y este paso rígido y automático les
ha convertido en Lorca y otras villas cercanas en imagen del aturdido o
mentecato, del que se dice que es más
tonto que un armao. Y esto no me lo invento yo, que ustedes mismos lo
habrán oído decir, no de ustedes naturalmente, sino de otros.
Ni
allá arrimao
La expresión popular necesita de
términos que ponderen de manera rotunda e inapelable el punto de vista del que
habla ante un juicio o un hecho. Y sobre todo a la hora de rebatir las
opiniones del interlocutor, por lo que a menudo se recurre a modismos que de
una manera muy gráfica descalifiquen la idea que no compartimos, dejando claro
que no se acerca a la verdad ni poco, ni mucho, ni nada. Aunque podríamos
responder que de ninguna manera, ni por asomo o ni mucho menos, en nuestro parlar preferimos ni allá arrimao, giro paradójico en que se junta lo arrimado -y por tanto, cercano- con el
adverbio allá, que lo presenta, contrariamente,
lejos; sensación reforzada por la negación ni,
que rechaza incluso la posibilidad de esa distante proximidad. Así que cuando
respondemos ni allá arrimao a quien
opina que este año fue muy bueno para todos, nos pregunta si nos cae bien el
hijo insoportable de Felisa o nos dice que se han madurado las brevas en abril,
le dejamos muy claro lo disparatado e inaceptable del dicho o el hecho que
menciona.
Atento
de/atento a
Atento
de la creación
del léxico, las hablas vulgares no solo recurren a palabras de significado
pleno con que designar realidades, cualidades y acciones, sino también a
elementos de relación con que se construye una fraseología con estructuras
gramaticales en parte diferenciadas. Aunque el castellano común posee numerosas
locuciones que introducen la referencia a aquello de lo que se va a tratar –respecto a, con referencia a, en relación
a, a propósito de, en cuanto a…-, los habladores murcianos
recurrían a la expresión arcaizante atento
a/atento de, tal vez porque les parecía que el participio atento centraba aún más el interés en lo
que se iba a decir. Cuando oíamos “”Atento
de la venta de las crillas, no sé
lo que voy a hacer” o “No veas, atento del
porrazo del zagal, el dijusto que
tengo”, u otras frases semejantes, todos entendíamos lo que nos querían decir.
Además, nosotros también empleábamos atento
a/atento de y nos comprendían. No como ahora, que ni siquiera los antiguos
adictos a nuestra parla nos acordamos de usarla, ni nuestros interlocutores
estarían en condiciones de entenderla. Eso es lo que pasa.
Tocarse
el moniato
Para los habladores silvestres es
motivo de creciente autoestima que nuestro moniato,
objeto de burla para los bienhablados, haya alcanzado la bendición académica,
entronizado en el diccionario oficial, con lo que eso supone de reconocimiento
de nuestras peculiares soluciones idiomáticas. Pero no hablaremos de la gracia
del nombre ni de las bondades del dulce tubérculo que nombra. Nos detendremos
más bien en el valor imaginario con que designa el fruto de la entrepierna,
femenino o preferentemente masculino, dada su forma recia y alargada. Y
diremos, además, que este moniato es
el alma de un giro que, lejos de ser malsonante o grosero, describe con acierto
y puntualidad el comportamiento de la persona holgazana o entretenida en
ocupaciones inútiles: si decimos que nuestro marido, el nene o el abuelo “están tocándose el moniato”, los pintamos como desocupados o dedicados a labores
ociosas e inútiles. Aunque si lo utilizamos como apelación categórica, se
convertirá en un arma arrojadiza –“Tú cállate y tócate el moniato”, “A tocarse el moniato”…-
con la que manifestamos a nuestro interlocutor la sorpresa o el desprecio que
nos producen sus dichos o hechos disparatados o inútiles.
Tener barra
Tener barra
Desháganse buscando en el
diccionario esta expresión entre las decenas de acepciones de barra, y finalmente encontrarán que
significa ”ser desvergonzado”, sin ningún añadido ni matiz. Pero tener barra era hasta hace poco una
locución polivalente, para expresar con energía el asombro o la indignación
ante el “valor” y el atrevimiento de los demás: sus comportamientos inadecuados
o incomprensibles de distinta naturaleza, por acción, como las ocurrencias o
tonterías, las impertinencias y los hechos u opiniones temerarias; sin olvidar
tampoco los de omisión, como la desidia, la pachorra o el olvido de la
obligación. En estos casos, y en muchos más, el irritado podía rumiar su enfado
de una manera genérica -“Es menester tener
barra para hacer esto”, “¡Hay que tener
barra!”- o apostrofando furioso al pecador –“¡Qué barra tienes, Josefa!”- o añadiendo un chorreo al reproche –“¡Hay
que tener barra y media para estar
así!”. Sin embargo, el gañanismo expresivo actual, tanto de hombres como de
mujeres, no se para en barras y
prefiere los huevos, llamados así o
de otra manera, para afear la conducta de los demás. Miren si tienen huevos. O barra.
Cada
perrico que se lama su pijico
“Que cada perrico se lama su
pijico”, exclamó con timbre seguro y sentencioso aquella vocecilla aguda y
desapacible, como remate de su repalandoria
quejumbrosa sobre los desastres y catastrofes
de la vida –la subida de los crudos, la revolución en Polonia…-, tomados de oídas
en el moderno transistor que acababa de mercarse.
Parece que la oigo y la veo ahí sentada a la sombra del tambanillo, a resguardo de los rigores de la siesta, toda de negro,
pañuelo a la cabeza, pequeña y encogida; y no acierto a comprender la doctrina de
frase tan poco acorde con el recato femenino, y menos con temas tan
inquietantes. Pero la imagen del perrillo faldero de la vieja refugiado debajo
de su silla y entregado al aseo minucioso de su herramienta, desenvainada y desnuda, ajeno a lo que se decía y
ocurría alrededor, nos dio a todos la clave de la sentencia: en tiempos de mudanza,
cada uno a lo suyo, que cada palo aguante su vela y sálvese quien pueda. O lo
que es lo mismo, que cada perrico se lama su pijico, aunque esté feo decirlo.
Llevárselo
a uno el barzoque
En todas las culturas, las fuerzas
del más allá han estado presentes como realidades muy cercanas que vigilaban
nuestros pasos y pertenencias para protegernos y traernos la felicidad, o para
arrebatarnos hasta el alma. Entre las protectoras, hay que reconocer divinidades
mayores –dioses, profetas, santos- y menores, domésticas, de andar por casa,
como los lares romanos, que desde su hornacina, tras la puerta, traían la
seguridad al territorio familiar. Entre las malignas, en la tradición popular
consta también la existencia de demonios de marca mayor –Belcebú, Satanás,
Lucifer- y otros más cercanos, enraizados en la vida cotidiana, como si fueran
miembros de la familia -diantres,
demontres, Pedros Boteros…-. Y eso es lo que le pasa al vulgarmente conocido
como el Barzoque, hoy olvidado, pero
en otros tiempos siempre atento a cumplir las maldiciones de nuestros enemigos
-”¡Anda y que te lleve el barzoque!”-
o a llevarnos con él, sin más trámite, si éramos pasto de la irritación y la
ira -”Mi Juana tiene una enritación
que se la lleva el barzoque”-; aunque
todo fuera un decir y una mentirijilla que todos sabíamos que no iba a ocurrir.
Atar
los huevos al diablo
Cuando el género humano aún no
había caído en la laicidad y el descreimiento, se tenía por mano de santo el
encomendarse a los buenos oficios de la divinidad a la hora de pedir gracias y
favores. Pero aún había un método mejor para recuperar lo perdido o conseguir
lo imposible: un sencillo conjuro doméstico, un arte de magia destinado a
maltratar al diablo, precisamente donde más le podía doler. Un pañuelo moquero,
o de la cabeza, o un blanco pañito se tranfiguraban en los atributos varoniles
del maligno, anudándole sus puntas para dejar dolorosamente atado y bien atado
lo que siempre ha de andar suelto y desembarazado, mientras se le apostrofaba:
“Diablo, los huevos te ato y si no me lo devuelves, no te los desato”. Si se
habían perdido el dedal, o las tijeras, o las gafas de coser, o la pelotica del zagal, ahí teníamos a nuestra abuela, a nuestra madre y a las tías
–porque esta era una dedicación preferentemente femenina- atareadas en anudar
en secreto los pelendengues del
maligno, mientras nos animaban a confiar en el buen resultado de la búsqueda.
Dar
un borneo/ ir de borneo
Aunque muchos no lo reconozcan,
seguro que todos hemos dado un borneo,
y no solo una vez, sino en muchas ocasiones. Y no piense usted que se trata de
una aventura lejana en la exótica isla del sureste asiático, sino de una
experiencia más próxima. Cuando por estas tierras le inviten a dar
un borneo o, sin darse cuenta, se lo dé usted mismo, ha de saber que
este borneo nuestro es un simple
paseo, una vuelta, sin rumbo prefijado, que uno puede darse por el barrio, la
ciudad o el campo, sin otro fin que el de airearse o de distraerse, estirando
las piernas y contemplando el pequeño mundo alrededor. Y a partir de ahora,
cuando esté aburrido, o saturado de una faena larga y monótona, no tiene más
que coger la gorra y el bastón y salir de casa para irse de borneo. Luego, alguien le dirá que este borneo murciano es pariente del
académico bornear, “dar la vuelta,
revolver” y también “balancear o mover el cuerpo en el baile”; pero eso importa
menos. Y ahora, si me disculpa, me voy de
borneo.
Coger/
ir del bracillete
El contacto físico, condenado por
la Santa Madre Iglesia, no gozaba de buena opinión en una sociedad austera, e
incluso ruda, para las manifestaciones de cariño, aunque fueran tan inocentes
como el cogerse del brazo. Para catalogar esta visión peyorativa del andar enlazados,
los habladores murcianos inventamos la expresión del bracillete, cuya forma diminutivo-despectiva manifiesta ya de
entrada la opinión poco favorable sobre tales tocamientos. Si unos novios
pasaban del casto andar uno al lado del otro a ir del bracillete, podían sufrir las advertencias de la madre de
ella y la maledicencia del vecindao,
que pensaba –y no sin razón- que el que toma el brazo puede ir más allá, hasta
coger cualquier otra parte o miembro de su pareja. Pero ir del bracillete podía ser también una conducta impropia de los matrimonios
mayores, de dos mujeres solas, y aún mucho más si los del bracillete eran hombres.
Además, coger del bracillete
era un comportamiento criticable en una persona considerada hasta ahora poco
amiga, pues se veía como una maniobra falsa o incluso interesada con que
confundir a su presunta víctima. ¡Tiempos aquellos!
Cabico
(de) tripa
Acérquense a esta estampa
familiar, teñida del color sepia que le ha ortorgado el paso del tiempo:
tomando el fresco en la placeta o agrupados en torno al calor de la cocina –llamada
por algunos hogar y por muchos chimenea-, se divisan las huestes de la nutrida
tribu familiar. Mientras los abuelos dormitan ensimismados, los padres
conversan con hermanos, cuñados, tíos y primos; y los hijos –ocho por lo
menos-, unos nenes, otros zagales y otros ya zagalitrones, alborotan por toda la casa con sus juegos o tontean
con los amigos. Pero fíjense en el nenico,
en el pequeñuso, que trastabilla
vacilante de un sitio para otro, trasteándolo todo y haciendo gracia a todos
con el continuo hablaero de su media
lengua. Si preguntan quién es este, alguien les dirá que es el retoño, el
benjamín, el último de la fila. Pero si
nos preguntaran a los habladores de aquí diríamos sin dudar que es el cabico de tripa, el que cierra la larga
ristra de los hijos, como si del adelgazado y atado extremo de una longaniza se
tratara. Una imagen que, para nosotros, lo dice todo.
Coger
el caire
Dicen por ahí que no nacemos
enseñados y que todo en esta vida requiere un aprendizaje, una adaptación que
nos dé la experiencia necesaria para manejar un botijo o un ordenador, la
soltura para redactar una instancia o una carta de amor, y el tacto y la
cortesía que requiere el trato social. Todo es cuestión de costumbre, de
práctica, de hábitos que desarrollen nuestras habilidades hasta convertirlas en
algo cotidiano. Pero no ha de ser una mera rutina, fría y mecánica, sino que lo
ideal es tomarle el gusto a lo que hacemos, amoldarse bien a lo que exigen la
situación, el objeto o la persona con que tratamos. Por eso, aunque podríamos
esforzarnos por cogerles el tranquillo,
aquí nos pareció mejor tomarles o cogerles el caire, para que todo resulte
bien, para hacerlo con gracia, como propone este vocablo de origen árabe; y
también para que nos sea beneficioso y rentable, como sugiere el significado
“dinero” que el término adquirió en el lenguaje de argot. Vean ustedes que coger el caire no es una cuestión baladí
que se pueda resolver de cualquier manera.
A
capazos
No es necesario hacer un elogio
del capazo, esa espuerta grande tejida de pleita de esparto y, en algunos
casos, de palma, como instrumento para transportar a brazo, llevado de sus dos
asas, toda clase de cargas: tierra para levantar un caballón o rellenar un cibanco,
yeso y otros materiales de construcción, las frutas que se recolectan en la
huerta, alfalfa y verde para alimento
de los animales, cargamentos de grano que se van vertiendo en sacos y costales
para subirlos a la cámara… Pero conviene insistir en el capazo como unidad de
volumen indeterminado pero abundante y, sobre todo, como imagen hiperbólica con
que medir todo aquello que, en cantidad o calidad, a nuestro parecer se sale de
lo normal porque se tiene en demasía. Así que diremos que el zagal pequeño tiene la gracia a capazos, que el rico atesora el dinero
a capazos o que cierta persona que no
nos cae bien derrocha la mala leche a
capazos, por no contar que llueve a
capazos; y quien nos oiga quedará perfectamente informado de los excesos
que, para bien o para mal, adornan a lo dicho.
De
cancamacola
A pesar de la variedad del léxico común, a veces el lenguaje se queda corto para ponderar lo excepcional de un carácter o de una situación. Entonces es cuando la voz popular se lanza a inventar vocablos que retraten a lo vivo lo que se quiere decir. Cancamacola es uno de esos curiosos inventos que con solo escuchar sus sones largos e insistentes, aunque uno no sepa el porqué de su composición, nos lleva a pensar que se refiere a algo no muy común; y aún más, quizá áspero y desapacible. La familiarización con su sentido hará que con él se pueda describir a una persona de carácter fuerte, retorcido o intratable que se sale del patrón común, así que nos servirá para decir que nuestra suegra -nunca nuestra madre- es de cancamacola o que nuestro vecino Eugenio es un individuo de cancamacola. Aunque también podríamos utilizar la extraña expresión para consignar como de cancamacola un hecho extraordinario, peligroso o de difícil solución. Y no estaría de más el autodiagnóstico para comprobar si uno mismo resulta que es también de cancamacola, aunque nunca haya pensado que pudiera serlo.
Echar
el carro por el pedregal
La imagen del camino es la más
socorrida para retratar el curso de nuestra vida, que irá por buena o mala vía
según el itinerario elegido. El mal
camino nos lleva a compañías, situaciones y hechos que desembocarán en un final
equivocado, en la frustración y el fracaso. Pero, para esto, los habladores
silvestres, más precisos y evocadores, echamos mano del carro –la vida- que,
mal dirigido, cae en el áspero pedregal de las afueras del camino, que
entorpece la marcha, si es que no impide el paso -el mal vivir-. Así que este
descarrilamiento por el pedregal nos servirá para describir decisiones y
comportamientos que nos apartan del buen hacer –“El Julián ha echado el carro
por el pedregal”- y, sobre todo para las advertencias severas a quien dice o
hace cosas que puedan echar a perder su propia vida o entorpecer la convivencia
con los demás -“Cállate, que estás echando el carro por el pedregal”, “Si te
juntas con ese, echarás el carro por el pedregal”-. Aunque como ya no existen
los carros, pocos entenderán la gravedad de lo que les queremos decir.
¡Válgame
la que se escostilló (por vérselo)!
Sepan que nuestra capacidad de
asombro o de indignación ante lo que pasa alrededor no tiene límites. Una
manera muy devota de potenciar la sorpresa o la mala impresión es invocar la
ayuda de la divinidad: “¡Válgame Dios!” o ¡Válgame la Virgen!” expresan nuestra
incapacidad de enfrentarnos nosotros solos a una situación que nos supera. Pero
a veces esta manifestación se presenta como un desconsuelo ante la falta de
ayuda divina cuando gritamos un incomprensible “¡Válgame san válgame!” Aunque
el colmo de la sorpresa y la irritación ante lo disparatado o inadmisible se
condensa en una invocación laica que potencia lo absurdo al reclamar la
protección de alguien que lleva sus afanes al colmo de la inutilidad. Admiren
cómo la requerida, algo entrada en carnes, dobla el espinazo inclinando la
cabeza a ver si la implacable manta de grasa que le cubre el ombligo le permite
contemplar los misterios de su entrepierna; hasta que la caprichosa e inútil
contorsión por observar sus comperdón
partes desemboca en el trágico desenlace, que servirá de imagen para retratar
lo inaudito e incomprensible que nos resulta lo que hacen los demás.
Chanchas
marranchas
No sé si habrán oído ustedes
alguna vez la expresión cháncharras
máncharras, cuya imposible pronunciación parece que la condena más bien a
dormitar en algún rincón escondido del diccionario sin que nadie se atreva a
decirla. Pero los habladores murcianos, dispuestos siempre a facilitar la buena
y ágil expresión, hemos hecho una reforma universal de tan disparatado modismo de
manera que, con abreviaciones y cambios de orden y de entonación, hemos
mantenido su fonética complicada y enredosa dentro de unos límites razonables
que sugieran lo que se quiere decir sin enredarse en un trabalenguas. Así,
cuando decimos que alguien anda con sus chanchas
marranchas o que no nos debemos fiar de ese fulano, que es un chanchas marranchas, queda perfectamente
claro que nos estamos refiriendo a los rodeos, pretextos o artimañas de que se
sirven algunos para no cumplir con sus obligaciones y compromisos, por no
hablar de los enredos que vemos que alguien utiliza para llevar el agua a su
molino, actuando según los dictados de su conveniencia. Chanchas marranchas, comportamiento enrevesado y marrullero, que
atribuimos siempre al prójimo y nunca a nosotros mismos. Faltaría más.
A
pijo sacao (ir, venir, hacer las cosas)
Los modismos y frases hechas son
como los viejos daguerrotipos, que guardan para siempre la imagen fidedigna de
un comportamiento o un suceso llamativos, que podemos repetir mil veces con la
misma viveza y frescura, pero aplicada a situaciones diversas en las que vemos
el mismo factor común que el dicho evoca. Vean, si no lo creen, esta estampa de
la premura que no deja lugar a dudas de la decisión y rapidez con que se hacen
las cosas: un hombre, apremiado por una urgencia mingitoria repentina, acude
raudo y veloz a un ribazo, a un lugar apartado, a un rincón o, en el mejor de
los casos, a un retrete, con la herramienta en la mano, ya desembarazada
de presillas, botonaduras y portañuelas,
presto para satisfacer su inaplazable necesidad, aunque provoque el escándalo
alrededor. Pues así, de esta guisa atropellada y urgente, nos imaginamos a todo
aquel -incluidos nosotros mismos- que va o que viene o que realiza un mandado
con la celeridad del rayo, con la urgente apretura con que actuaba aquel cuya
imagen primera dio lugar a expresión tan acelerada y sugerente.
De/al
chaspón
Podemos coger el toro por los
cuernos o capearlo haciendo que nos roce la taleguilla, enfrentarnos a los
problemas por derecho o solo tocarlos superficialmente, tratar cara a cara con
un adversario o mirarlo sólo de reojo, recibir un tiro en el pecho o en la cara
externa del brazo. Pero si lo meditamos con cierta lógica, preferiremos el
segundo término de estas opciones, es decir, el chaspón, lo que se hace de
chaspón, lo que queda en un mero roce o refilón, en algo que nos toca
superficialmente, que pasa de manera ligera o fugaz o que vemos solo de reojo, asomatraspón. Pero no crean que no es
desagradable y doloroso el dar de chaspón
con el codo en una pared rugosa, el que nos den al chaspón con la mano en la cara, el comprobar cómo los asuntos se
tratan de chaspón, el saber que una
persona que nos interesa nos mira de chaspón
o de reojo o el dejar pasar de chaspón
una buena oportunidad sin disfrutarla. Así que hay que tener cuidado con el chaspón y con lo que ocurre de chaspón.
Más
marrano/chino que las arañas
Dejando aparte las abubillas, que
elaboran con porquería la arquitectura de sus nidos, muchos creerán que el
cerdo –llamado por aquí chino, con
perdón- es la imagen más rotunda con que encarecer la falta de higiene del
prójimo, del que podemos decir que es “muncho
chino” o que “va hecho un chino”,
convirtiendo así chino -hablando
conmigo solo- en la cualidad de sucio por antonomasia. Pero cuando los
habladores silvestres decimos que alguien es más marrano o chino -con perdón de los presentes- que las arañas, tomamos como
referente de la suciedad a un ser –desde la araña patúa al lero- que goza
viviendo en la basura del escondrijo recóndito, del rincón polvoriento, del
techo cochambroso, del recinto abandonado, de las entrañas del tronco carcomido
–yo lo dijo Machado- donde instala el fino entramado de sus telas, que acabarán
convertidas en colgajos sucios y empolvados. Sabido esto, nos bastará decir que
un primo nuestro, o el vecino, o un recién conocido, es más marrano o chino –hablando cortamente-, que las
susodichas, para que todo el mundo quede al tanto de la condición “no nada
limpia” del aludido.
Tomar copero
Tomar copero
Si oyen que alguien mienta la
palabra copero por estos lares, no
piensen que se refiere al mayordomo que escanciaba el licor al rey o al gran
señor, o a lo relacionado con los trofeos deportivos en forma de copa. Porque es
que aquí la imaginación popular había elaborado una imagen muy sugerente partiendo,
no de copa, sino de la manipulación
de la familia de copo y copete. Así como estas dos palabras
designan el mechón de pelo, el plumero o el adorno que llaman la atención sobre
una cabeza o un mueble, el copero
nuestro ponderaba la fuerza, la importancia o la dimensión sobresaliente que un
asunto iba adquiriendo. Y por eso decíamos u oíamos decir que la tienda de
ultramarinos de Silverio estaba tomando mucho copero y nos irritábamos por el copero
que adquirían las travesuras del hijo de la Luisa y no dejaba de preocuparnos
el copero que iba cogiendo la verruga
o el grano que nos poblaba la nariz. Aunque esta expresión, que tomó mucho copero antaño y que todo el mundo manejaba,
hoy apenas se usa y muy pocos la recuerdan.
…Y
la perra cazando
Los vocablos que designan
elementos y acciones de la vida rústica pueden convertirse en imágenes poderosas
y sugerentes para exaltar situaciones llamativas o encubrir la mención de lo
embarazoso o mal visto. En la tertulia veraniega de la placeta o en el refugio
invernal de la cocina –llamada por
otros chimenea- se repasan las penas y venturas de familiares y amigos: el
trabajo, las escaseces, las pejigueras del cuidado y la alimentación de los
hijos, que son muchos en unas familias y otras, desde los nenes pequeños a los zagalones
en edad de mocear. Y es entonces
cuando alguien confiesa que ahora tiene cinco, cosa que ya se sabía; “y la
perra cazando”, añade como una información novedosa que, a pesar de su literalidad
aparentemente absurda, todos entienden y celebran mirando curiosos a su señora,
sin necesidad de ser más explicitos, porque “hay ropa tendida”: los hijos están presentes y hay que evitar su
curiosidad malsana y sus preguntas inoportunas sobre un asunto del que está feo
hablar. Y, finalmente, unos meses más tarde, llegará la sexta criatura, tan
bienvenida como la presa de la perra cazadora.
Cosa
mala
Está visto que el contenido y el
uso de las palabras depende de la decisión de los hablantes, muchas veces
dictada por el gusto o el capricho, sin otra justificación. Y eso es lo que ocurre,
sin ir más allá, con la expresión cosa
mala, que en todas partes viene a referirse a algo carente de bondad,
dañoso; y como eufemismo, a enfermedad o asunto muy grave que se evita nombrar.
Pero por aquí, por arte de birlibirloque, cosa
mala se ha dado la vuelta completa para convertirse en un término ponderativo
más de lo bueno que de lo malo, como un adverbio que resalta la intensidad con
que se hace una acción, incluso sobrepasando hiperbólicamente el significado de
mucho. De manera que la madre disfruta
de las hambres de su hijo diciendo que “come cosa mala”, y todos confesamos que “el melón de agua nos gusta cosa mala”, aunque a veces nos quejamos
de que “el precio del pan ha subido cosa
mala”. Por eso, en muchas ocasiones, decir cosa mala no es mala cosa, sino todo lo contrario. Aunque no sé si
me explico.
Ir/
llevar a coscoletas
Entre los juegos y juguetes más
apreciados por la grey infantil siempre han estado los de montar: desde
cochecitos de bebé a caballos de madera o de cartón, pasando por patinetes,
triciclos y coches de pedales, hasta el burro que nos paseaba con la paciencia
de los tales. Pero el más sufrido, el que lo aguantaba todo, era el cuerpo de
los padres o de los criados de la casa, siempre dispuesto a cargar con el
infante cansado o simplemente caprichoso, colgado de cualquier manera: en
brazos, sobre el costado y, sobre todo, a cuestas, sobre la espalda o los hombros:
a coscoletas, nombre gracioso y
juguetón, como la propia postura del “jinete”, pegado como una lapa a la
espalda o a horcajadas sobre los hombros, con las manos enganchadas al cuello
de la “cabalgadura” mientras la aguijaba para que corriera o saltara más -¡Ay,
cuánto señorito mamón a coscos del
casero por caminos y veredas del campo y de la huerta!-. Pero hoy montar a coscoletas ya divierte poco al
niño, y la palabra ha quedado un tanto arrinconada en la memoria de otros
tiempos.
Dar
descarte
Los entrometidos y fisgones harto
trabajo tenemos, porque no crean que nuestra labor se limita a espiar lo que
hace todo bicho viviente, poner la oreja en tertulias y conversaciones y, en
definitiva, ser notarios de lo que ocurre en calles y salones, en asuntos ordinarios
y en sucesos fuera de lo común. No; porque falta exactamente la segunda parte,
la de cocinar y servir la comidilla de lo que allí ocurrió y se dijo, la de dar
cuenta exhaustiva y fidedigna de sus dimes y diretes. Y en eso consiste el dar descarte: en desprenderse, como hace
el jugador con sus cartas, de todo lo que uno conoce sobre un asunto, en
sacarlo a la luz, sobre todo si tiene un componente inédito, secreto o morboso.
Así quedamos contentos si hemos dado
ehcarte de la última discusión de nuestros vecinos, de ciertas gestiones
tenidas por discretas o de las tropelías urbanísticas jamás contadas del
alcalde de turno. Y nos sentiremos felices con el interés que prestan a nuestro
descarte los que luego irán dando descarte, a su vez, a otros, en
una rueda sin fin.
Fumar más que un morciguillo
Fumar más que un morciguillo
Hete aquí que los zagales han cazado un morciguillo – en otro lares conocido
como murciélago- que estaba colgado cabeza abajo del techo de la cuadra o que
ha aterrizado con su volar sonámbulo en el balaguero
de la paja. Mientras la familia toma el fresco en la puerta o en la era, los nenes
se entretienen sujetando sus enormes y sedosas alas para meterle un cigarrillo
en el pico. El ave nocturna forcejea, aprieta los dientes y jadea haciendo que
el cigarro humee como si estuviera fumando. Y todos, pequeños y mayores, ríen y
celebran el prodigio del fumete del morciguillo. La imagen ya está forjada,
así que sólo queda aplicarla al vicioso empedernido o al zagalico fumador precoz para ponderar su fumar continuado y compulsivo.
La abuela reconvendrá al nieto cogido in
fraganti diciéndole que fuma más que un morciguillo
y lo mismo hará la señora con el marido que fuma hasta en misa, y todos con el
enfermo del pecho que, aun así, fuma más que la nocturna ave. Ni que decir
tiene que con esta sentencia todo el mundo quedará enterado del asunto.
Me
cache en diole/diela
El lenguaje suele ser válvula de
escape para las irritaciones y enfados: en la retórica popular tonos elevados,
interjecciones, blasfemias y expresiones malsonantes canalizan los estados de
ánimo descompuestos e iracundos; pero al mismo tiempo todo un mundo de creencias
y temores ancestrales tratan de refrenar las expresiones social o moralmente
reprobables. Ciertos eufemismos son la expresión fidedigna del quiero y no
puedo, del digo y el diego de la
blasfemia y la malsonancia. Y ninguno más llamativo que el que encubre la
mención ofensiva y nada vana del nombre de Dios: el verbo maloliente se
convierte en el neutro me cache,
cercano a la cursilería finolis del mechachis,
mientras que el nombre del ofendido se deforma, de manera que unos lo
convierten en diez y los otros en diole/ diela, términos que parecen no
tener nada que ver con el referente en que se piensa, pero que todo el mundo
entendía y admitía, dado el significado aparentemente inocuo de la expresión.
Hoy, mayores y niños, sin ninguna traba, presumen de blasfemos y malhablados;
así que se burlarían de nuestros remilgos expresivos, me cache en diela.
Que
hay ropa tendida
Veamos una cuerda de ropa recién
lavada flotando al viento, y cerca de ella un grupo de personas, hombres y
mujeres, mayores y pequeños, que conversan animadamente, sin ningún reparo en
hablar de todo; hasta que alguien pronuncia la frase enigmática que inquieta a
todos, les hace mirar a uno y otro lado y les lleva finalmente a callarse o
cambiar de tema. Seguro que se estaba hablando de temas escabrosos, relacionados
especialmente con el sexo y la reproducción. Pero no pensamos que la ropa
tendida, esté o no presente, pueda escandalizarse de lo dicho. Solo un
observador minucioso podría advertir que alguien hace un guiño o señala
discretamente a los zagales allí
presentes, y entonces caería en la cuenta de que aquellas crituricas ingenuas y puras, desconocedoras de lo que los mayores
comentan, son como la ropa limpia que debemos cuidar de que no se manche de
salpicaduras. Aunque esta prevención ante la
ropa tendida era antes, porque hoy nadie se guarda de airear guarrrerías y
brutalidadades expresivas, aun con niños presentes. Si no son ellos mismos los
que las dicen sin ningún pudor.
En
tenguerengue
Saludar es de gente civilizada;
aunque la retórica sobre la salud se componga de clichés fosilizados, repetidos
invariablemente sin apenas contenido: “¿Qué tal?”, “Bien, ¿y tú?”; “¡Cómo
estamos?”, “Pues vamos tirando (millas)”. Y si los repetimos con frecuencia, e
incluso varias veces al día, corremos el riesgo de ser tomados por tontos de
marca mayor, como ya nos advirtió Quevedo. Pero a veces la pregunta no es mera
cortesía, sino que está cargada de interés -”¿Qué tal la abuela?”, “¿Cómo va el
tío Fermín?”-, lo que exige una respuesta más precisa, como un diagnóstico.
Pero cuando el estado es inestable, de pronóstico reservado, hay una respuesta
que, aunque en principio parece imprecisa, describe muy bien la imagen de quien
está “así, así” o “más p´allá que p´acá”, en un delicado equilibrio, para
bien o para mal. Entonces diremos que la abuela o el tío están en tenguerengue. Y lo mismo de todo
aquello que está en situación crítica, como una maceta al borde de una repisa o
una reparación hecha para mantente mientras cobro. Y así diremos lo que
queremos decir y nos entenderemos todos.
Ehjarrarse/
ehjarretarse a llorar
Mil caras y otros tantos sones
tiene el llanto, llamado por otros llantera
y por nosostros lloraera. Del llanto
hondo y silencioso de quien, como Mio Cid, abandonaba su patria “de los sus
ojos tan fuertemente llorando”, con las lágrimas regándole las mejillas, hasta
el gemecar, que se manifiesta con
sollozos entrecortados, muchas veces más fingidos que sentidos, con el fin de
llamar la atención de los demás. Pero hay una lloraera de tonos patéticos que combina lágrimas, muecas y sonidos acusados
y estentóreos como expresión de un sentimiento doloroso e inconsolable. Y el
lenguaje se encarga de retratar su tono desesperado y trágico cuando decimos
que el niño se está ehjarrando a
llorar en la cuna o que la abuela se esjarraba
a llorar al ver al abuelo herido. Pero aún hay un paso más en este desgañitarse
del llanto que parece potenciar el desgarro de la garganta del lloroso.
Entonces es cuando vemos al niño “ehjarretándose
a llorar” sin consuelo o decimos que la abuela “se ehjarretaba” a llorar ante el cuerpo del abuelo maltrecho. Que
siempre hubo grados en esto de la lloraera.
Entrar/
presentarse/ estar con las aguaderas puestas
Rueda de prensa de la gloria
deportiva de turno con gorra de enorme visera calada hasta las orejas o
colocada al revés; alumnos que entran en clase dando una patada a la puerta, aderezados
con gorra, camiseta de hombreras y bermudas; representantes de las fuerzas
vivas locales en actos culturales, oficinas o consultas médicas con chanclas y
sombrero de paja o, en su defecto, con casco de motero (o de buzo); una infanta
de España que saluda a las autoridades, preside un acto solemne, pronuncia un
discurso y se despide cubiertos casco y rostro con un sombrero panamá. Pues
bien, yo tengo que recordar que a esto en mi tierra se le llamaba “ir con las aguaeras puestas”. Porque las normas de
cortesía de los seres silvestres y, en general, de las personas educadas,
dictaban la forma de presentarse en público y de comportarse en casa o sitio
ajenos: pedir permiso, quitarse la gorra o el sombrero al traspasar el umbral…
Pero vista la reforma actual de las costumbres, me da por pensar que soy yo el
que, sin saberlo, lleva puestas las dichas aguaeras.
Dar
cojetás
La cháchara popular se esfuerza
por que los vocablos sean reflejo vivo de la realidad que retratan, por que nos
hagan ver, oír o gustar lo que nos dicen, sea un referente amable y armonioso o
una realidad desapacible y de poco gusto. Cojo
es un término que evoca el desgarro del tullido que arrastra su defecto físico
con posturas y contorsiones con las que intenta andar sin perder del todo el
equilibrio. Lo que hace el cojo es cojear y el mal que padece es la cojera,
que, como toda tara física, suscita la curiosidad, la compasión o la burla,
según el tipo de relación con el afectado. Pero solo la parla popular ha ido
más allá, con un término preciso y rotundo que capta el efecto de la acción de cojear.
Cuando decimos que alguien anda dando cojetás,
sentimos cómo la pierna más corta baja rauda para percutir –tas- en el suelo, y
luego sube para volver a precipitarse otra vez con un golpe seco, como si del
frenético e incansable sube y baja de la aguja de la máquina de coser se tratara:
tas, tas, tas.
Ponerse,
quitarse los folios
Folio es el nombre culto con el que los
leídos bautizaron las hojas de los libros y cuadernos, a imagen y semejanza de
las que cubren y adornan los árboles. Pero la inventiva de los habladores
silvestres, haciendo una vez más alarde de una cultedad impropia de su condición,
recurrió a folios para componer una
imagen novedosa y atrevida del atavío de las personas. Si decíamos que había
que irse poniendo los folios para ir
a misa, a la fiesta, a una boda e incluso a un entierro, todo el mundo nos
entendía; y al regreso de tales eventos había que quitarse los folios, y todos sabíamos de qué se
trataba. Los folios eran la vestimenta,
los tocados y los aderezos con los que nos alistábamos
para acudir a un acontecimiento, así como las hojas visten y hermosean los
árboles. Pero a ustedes lo que digo quizá les parezca sueños y fantasías,
porque hoy nadie recuerda vocablo tan distinguido con el que nombrábamos con
toda naturalidad el atuendo aseado que nos poníamos y luego nos quitábamos en
ocasiones señaladas. Pero así era, aunque no lo crean.
A
gallete
La participación en la vida social
requiere superar ciertas pruebas para ser aceptado por el grupo de edad, de
juegos, de aficiones o de cualquier otra actividad. En otros tiempos, entre las
muchas señales que demostraban la adquisición de la seguridad y la autonomía
por parte del nene o del zagal estaba la de aprender a beber agua
a gallete, es decir, recibiendo el chorro
del botijo sin poner los labios en el pitorro, situado cuanto más distante
mejor. Toda la familia celebraba que el nuevo infante ya no bebía mamando del
vaso o de la jarra; y, por el contrario, el grupo de zagalones y juagarzos se
burlaba del torpe que no era capaz de mantener el gallete; y todos, grandes y pequeños, se reían del señorito o del finodo que se chorreaba enteretico en su afán de emular el
airoso gallete de los indígenas.
Aunque no siempre el galllete era
motivo de orgullo y reconocimiento social,
porque “cagar a gallete”, es
decir, a chorrillo, si teníamos conperdón
cagueta, era una acción vergonzosa
para el doliente al tiempo que risible para el que no la padecía.
Pegarle
fuego a la tinaja del agua
En tiempos de penurias y escaseces
el rumbo y el derroche eran siempre, más que realidad, una ilusión, un
espejismo que por un instante nos convertìa en personas desahogadas, con
posibles, e incluso entregadas al lujo y la ostentación. Quien ansiaba que le
tocara la lotería, el que se creía afortunado por una buena cosecha o por
recibir una excelente noticia, e incluso los que celebraban algún evento de
tono menor como una opípara comida o el encuentro con un viejo amigo, se
dejaban llevar por la euforia del momento, que quizá no era para tanto. La
expresión pegarle fuego a la tinaja del
agua certificaba el deseo de entregarse a decisiones y aventuras
extraordinarias, aunque fueran temerarias e irrealizables, tanto como lo era el
derroche que suponía el desperdicio de bien tan preciado en tierras de sequía,
sumado a la disparatada pretensión de entregar al fuego el agua que sirve
precisamente para apagarlo. El dicho, casi siempre en primera persona del
plural, reflejaba la euforia desatada de quien buscaba compartir, aunque fuera
por un momento, unos sueños vanos, que el mismo sabía que eran inalcanzables.
Al igual/ anigual
Los hablantes vulgares no sólo inventamos
términos para designar las cosas que solo existen en nuestro pequeño mundo,
sino que a veces creamos vocablos y expresiones de carácter abstracto, enlaces
o modificadores de frases, que empleamos en vez de las de uso común. Y eso es
lo que hemos hecho con la locución adverbial al igual, que, apartándose del significado académico “con
igualdad”, se ha convertido en un adverbio de duda que expresa la falta de
seguridad del que habla sobre lo que está diciendo, como podía hacerlo con quizá, tal vez, a lo mejor o posiblemente: “Yo al igual voy también a la boda”, “Mi cuñado al igual está ya de vuelta”. Pero no conformes con esta construcción,
dimos un paso más y la fundimos en una sola palabra, anigual, que significa lo mismo: “Esta anigual no está ca su
madre, “Las procesiones anigual no
salen este año”. Anigual estoy
equivocado, pero me parece que anigual
ustedes han oído o utilizado alguna vez estas expresiones. Si es así, cuídenlas
y mímenlas porque, si no, al igual se
nos imposibilitan y se nos mueren cualquier día.
Tener
muchas ínsulas
Entre la fauna variada de los
hablantes vulgares, podemos distinguir el caso peculiar de los etimólogos
populares, que confunden dos palabras de significado parecido, de manera que
usan indebidamente una por la otra. Entre ellos hay dos especies diferenciadas.
Unos son los que someten a una degradación vulgar el término confundido, de
origen culto o selecto, para adaptarlo a su mundo cercano. Así sandalias, relacionado con andar, se transforma en andalias; esparadrapo, con trapo,
se convierte en esparatrapo; mientras
que desternillarse viene a ser destornillarse por contagio de tornillo. Y los otros somos los
hablantes, en el fondo poco ilustrados, pero con ínfulas de finura y elegancia
expresivas, que nos llevan a sustituir el término litúrgico latino ínfula, excesivo para nuestras
entendederas, por el también clásico ínsula,
no menos estrafalario, que designaba uno de los espacios míticos de las
aventuras caballerescas, conocido este quizá por haber oído, que no leído, que
don Quijote prometió a Sancho Panza como valiosa recompensa una ínsula.
Identificábamos así el exceso de presunción y vanidad con la posesión, no de
una, sino de muchas ínsulas. De modo que no íbamos tan descaminados.
Ponerle
a alguien la piedra en la cuesta
Hay momentos en que el carácter de
las personas o las circunstancias ponen trabas para decir o hacer lo que uno
quiere o lo que los otros quieren que uno haga o diga. La prudencia o la
vergüenza hacen que no nos atrevamos a hablar de determinados asuntos o a hacer
cosas que puedan resultar demasiado llamativas o poco convenientes. Pero para
eso están los demás, quienes, por curiosidad bienintencionada o malsana, gustan
de saberlo todo, aunque no les importe, o tienen interés en que el otro se
comporte de una determinada manera. Y para animarlo no hay nada mejor que ponerle la piedra en la cuesta, como si
al sufrido campesino le colocaran el bolo en la pendiente para facilitarle su
desplazamiento cuando está entregado a la ruda labor de rular piedras para limpiar terrenos escarpados y hacer pedrizas. La
piedra es la palabra o el gesto que
invita a contar lo inconfesable, que facilita la declaración de amor o incita a
la aventura temeraria, con una imagen algo más rústica que la que sugiere cómo
le facilitaban las cosas al rey Fernando
vii.
En
el inte
Déjenme que reivindique esta
expresión que, aunque aparece en el diccionario académico y en algún palabrero
murciano, está prácticamente obsoleta, como ahora se dice. Y no es que le falte
raigambre clásica, porque proviene de la voz latina interim, integrada en la locución ad interim, que significa “entre tanto, en el ínterin, provisionalmente”.
Pues bien, algunos recordamos haberla oído, así o como inter o inten, con el
significado de “al instante, al momento”, referida a la inmediatez de una acción –“Voy en el inte”, “Se puso a comer en el inte”-, es decir, al instante,
inmediatamente. Pero también adquiría un sentido casi detectivesco y policial
cuando se utilizaba en un contexto de hostilidad, en cuyo caso indicaba que se
había cogido a alguien in fraganti,
en el momento justo de acometer una acción no muy recomendable: “Robó las
cabras y lo cogieron en el inte”, “Me
gustaría ver la cara que ponía en el inte”.
Ustedes seguro que no la recuerdan; pero yo sí, porque estaba en el lugar y en
el momento oportunos -en el inte- en
que aún se utilizaba. Y por eso lo cuento.
Echar,
sacar el jámago
Cuando los habladores informales
quieren dar cuenta de una realidad fuerte, dolorosa o detestable, no dudan en
manipular los vocablos para, cambiando o añadiendo ciertos sones, subrayar lo
que encierran. Tomen nota, por ejemplo, del soso (h)ámago, que nombra el residuo correoso y amargo que las abejas
mezclan en el panal con la dulce miel, cuyo gusto desapacible parecía
potenciarse si le llamábamos jámago.
Y mucho más si lo utilizábamos como imagen para resaltar el aprovechamiento
exhaustivo e incluso abusivo de algo o de alguien. Así, en cualquier momento
podíamos certificar nuestro cansancio al decir que veníamos “echando el jámago” -que en el ser vivo sería la
bilis o el jugo gástrico- tras una caminata o una faena dura y fatigosa; y
también podíamos ponderar hasta la exageración el hecho de aprovecharse de algo
o de alguien, si lo exprimíamos y le sacábamos todo y más de lo que podía dar:
se le “sacaba el jámago” a un limón
muy escurrido, a un bancal cultivado intensivamente para obtener el mejor
rendimiento o al viejo indefenso al que los familiares iban despojando de todos
sus bienes y dineros.
Estar uno que le echa el culo al perro
La vara de medir la abundancia, y sobre todo su ostentación, es una regla variable y caprichosa que depende de las circunstancias en que se aplique. Pero ninguna tan fidedigna como la que inventaron los habladores silvestres lorquinos, tomando como referencia un detalle tan nimio que podría pasar desapercibido: cuando en la muertechino, el matachín empuñaba su arma para abrir y vaciar el cuerpo del cochino, hablando conmigo solo, lo primero era extirpar la zona anal de la víctima con los conductos que llevan a ella, pieza que, para evitar trámites, se colgaba en un clavo o en la rama de un árbol, abierta a la posibilidad de hacer con ella un buen cocido. Pero hete aquí que las familias rumbosas podían donarla a un mendigo o a una tropa de gitanos. O, en el colmo de opulencia y la demasía, arrojársela graciosamente al perro, como si estuvieran tirando la casa -y el gorrino- por la ventana, haciendo así bueno el dicho con que se ponderaba irónicamente la ostentación no muy fundada de algunos, que con tan poco presumían de derrochar mucho.
Llenársele a uno el gorro de guijas
Estar uno que le echa el culo al perro
La vara de medir la abundancia, y sobre todo su ostentación, es una regla variable y caprichosa que depende de las circunstancias en que se aplique. Pero ninguna tan fidedigna como la que inventaron los habladores silvestres lorquinos, tomando como referencia un detalle tan nimio que podría pasar desapercibido: cuando en la muertechino, el matachín empuñaba su arma para abrir y vaciar el cuerpo del cochino, hablando conmigo solo, lo primero era extirpar la zona anal de la víctima con los conductos que llevan a ella, pieza que, para evitar trámites, se colgaba en un clavo o en la rama de un árbol, abierta a la posibilidad de hacer con ella un buen cocido. Pero hete aquí que las familias rumbosas podían donarla a un mendigo o a una tropa de gitanos. O, en el colmo de opulencia y la demasía, arrojársela graciosamente al perro, como si estuvieran tirando la casa -y el gorrino- por la ventana, haciendo así bueno el dicho con que se ponderaba irónicamente la ostentación no muy fundada de algunos, que con tan poco presumían de derrochar mucho.
Llenársele a uno el gorro de guijas
Sancho Panza diagnosticó que don
Quijote había confundido unos molinos de viento con gigantes porque llevaba
“otros tales en la cabeza”. Aplicaba aquí el escudero una imagen original,
entre las muchas que tratatan de explicar los desvaríos, fantasías o necedades
del género humano, siempre que no se trate de nosotros, atribuyéndolos a la
influencia de elementos que perturban el funcionamiento equilibrado de la
sesera. Tener pájaros o serrín en la cabeza, tenerla echa agua o tener poca sal
en la mollera son muestra fidedigna de ciertas conductas anormales. Pero la
imaginería popular extiende más allá de la cabeza ciertas reacciones, como el
hartazgo que refleja el ”estar hasta el gorro”. Pero si ese hartazgo lo vemos
como una reacción no muy justificada del prójimo, indudablemente decimos que al
tal “se le llena el gorro de guijas” por muy poco; pero sin que nadie sepa
explicar el efecto de esta leguminosa papilionácea, llamada por otros almorta,
en su comportamiento. Y no hace falta decir que las personas suspicaces o
irascibles suelen llevar el gorro provisto de una buena cosecha de ellas. O al
menos eso nos parece a nosotros.
…Más
que el decirlo
Si oyen ustedes que ese niño corre
más que el decirlo, que Andrés es más tonto que el decirlo o ustedes mismos
confiesan que están más hartos que el decirlo, veremos que estamos ante un
símil que tiene mucho que ver con la discusión sobre la mímesis del lenguaje:
si las palabras son imagen fidedigna de las cosas o meros signos que las
representan arbitrariamente. Ni que decir tiene que quien esto dice considera
que los hechos tienen más realidad y verosimilitud que los términos que los
representan: que del dicho al hecho va un gran trecho, por lo que nos haremos
cargo de su intensidad y certeza si los presentamos ante el oyente como algo
real visto o vivido, más que referido o contado. Además, este cliché nos libera
de repetir términos de comparación que no resultan siempre originales ni
convincentes: Picio para la fealdad, burro como espejo de la ignorancia, la
estrella fugaz como imagen de la velocidad…. Así que bastará con afirmar que
algo o alguien es más feo, más tonto o más veloz que el decirlo para que todo quede claro y bien entendido.
Irse
por loveao
Adán y Eva fueron arrojados con
cajas destempladas del Paraíso Terrenal, donde vivían libres y felices, por
violar la única prohibición que Dios les puso, y desde entonces tuvieron una
vida erizada de paraísos vedados e inaccesibles. Porque vedar es prohibir, y buena parte de lo que quisiéramos hacer está
prohibido, por unas razones o por otras: cotos vedados para el cazador; ropajes
impuestos para el nudista; alimentos prohibidos por razones estéticas o de
salud; ayuno y abstinencia para el buen cristiano; prohibido hacer aguas mayores
y menores, escupir, fumar, gritar, patinar, jugar a la pelota, pasear perros…
Pero lo que verdaderamente atosiga es saltarnos lo prohibido por antonomasia: lo ve(d)a(d)o, el conducto que cierra la
glotis y, por la faringe, conduce a los pulmones, abierto solo al paso del
aire. Si un buche de agua o de cocacola “se va por loveao” producirá carraspeos y toses incontenibles; pero si es una
patata o una alita de pollo, el tósigo y las arcadas pueden preludiar el ahogo
definitivo, como desenlace natural a la invasión de loveao. Luego no digan que no les advierto.
Luego
a luego
A veces, los hablantes nada
exquisitos preferimos formas de expresión más sencillas de decir que de
explicar. Como sin darnos cuenta, los murcianos utilizamos con mucha frecuencia
esta expresión, que tiene al menos dos significados, uno de ellos no muy fácil
de entender. El fácil es el de adverbio de tiempo que -a pesar de su repetición
que, aparentemente, debería de posponer aún más las acciones que se predican-
significa, por el contrario, “pronto, enseguida, más pronto que tarde”: “El
verano vendrá luego a luego”, “Tendremos
que irnos a casa luego a luego”. Pero
hay otro uso, también muy común, pero más complicado de explicar, con el que se
introduce la aceptación de que una idea o un hecho, que a primera vista
parecían descabellados, “a fin de cuentas” o “en definitiva” han resultado
acertados o útiles: “Aunque hemos padecido mucho, luego a luego ha merecido la pena el trabajo”, “Hemos tenido que
andar veinte quilómetros, pero luego a
luego han estado bien empleados”. No sé si luego a luego ustedes me entienden; porque, si no, se lo vuelvo a
explicar; luego a luego, naturalmente.
Padecer
más que Simón con la pollina
En algunos lugares de nuestra
tierra no hay hipérbole mejor que esta para ponderar las aflicciones de esta
vida trabajada que tenemos: de la madre que carga con el labariento de la casa y de los hijos, del que soporta las fatigas
de una ocupación laboriosa, de quien sufre las secuelas de un accidente o una
cruel enfermedad, se dictamina que están padeciendo más que Simón con la
pollina. Y los curiosos querríamos saber quién era este Simón que dio lugar al
dicho y qué desgracias padeció con el citado equino que le convirtieron en
ejemplo vivo del penaero. Unos nos
dirán que se trataba del apostol Simón, conocido luego como Pedro, del que la
tradición cuenta que conducía la borrica sobre la que entró Jesús en Jerusalem,
y el dicho encarecería el bregaero que un personaje tan impulsivo
sufriría para gobernar el tozudo animal. Pero para otros poco importa el nombre
y los pelos y señales del hecho, porque lo principal está en hacerse cargo de
la magnitud de los trabajos y padeceres de aquel a quien asociamos con el Simón
de la borrica.
No
me hagas
“No me hagas”, podrían decirle los
indígenas del territorio suroccidental si usted decía o hacía cosas chocantes o
molestas, y usted se pondría muy atento y aguzaría el oído para entender el
resto de esta frase apelativa. Pero no habría tal, porque no me hagas era una expresión completa en sí misma, que traducía la
sorpresa o el desagrado ante lo dicho por el interlocutor: si alguien nos pedía
un favor imposible, si decía que había visto un burro volando o si confesaba
que le había tocado el gordo de la loterìa, nosotros podíamos expresar nuestro rechazo o nuestro asombro con un
rotundo “No me hagas”. Aunque les diré que no
me hagas tenía mucho de expresión recatada y eufemística, un tanto cursi,
que se solía escuchar más bien en conversaciones de mujeres; mientras que los
hombres, más rudos y desconsiderados, se
inclinaban por completarla (por ejemplo, con “la puñeta”) o sustituirla
por otras de tono más bronco y desapacible, que aquí no vamos a citar. Pero
este giro anda ya perdido y olvidado, porque ahora ni siquiera las mujeres
gustan de estas elipsis y delicadezas
expresivas.
Estar
hecho una primavera
Cuando oigo que el viejo, el
achacoso o el deprimido están hechos una primavera, me viene a la memoria la
identificación clásica, y luego barroca, de las edades de la vida con las estaciones
del año, para advertirnos que la existencia es un tránsito fugaz entre la
primavera de la la juventud y el invierno de la vejez. De las cuatro
estaciones, la primavera supone el renacer tras el letargo invernal: plantas y
otros seres vivos recuperan su tono vital, y reverdecen también los ánimos del
género humano, que festeja la alegría de vivir con canciones, bailes, fiestas
florales, romerías... Pues bien, para nuestros habladores la expresión estar hecho una primavera manifiesta el
deseo de ver la lozanía de la estación más hermosa del año, no en el niño o el
joven, en quienes se da por descontada, sino en la abuela casi centenaria, en
el enfermo convaleciente o en la persona de poco ánimo, a los que de forma
bienintencionada o con cierta ironía, aunque sea por un momento, retratamos en
la plenitud de la salud y de la vida. Como a mí, sin ir más lejos.
Al
pintar el día
Muchos, llevados de una falsa
creencia, pensarán equivocadamente que los habladores silvestres, dada nuestra
rusticidad y escaso apego a las letras, si ya maltratamos la prosa, recurriremos
a pocas licencias poéticas en nuestro hablar. Pero si un día se despiertan muy
temprano y, aún oscuro por todo el mundo, se asoman al balcón o se adentran en la soledad del campo, serán testigos de la batalla perdida de las tinieblas
con la luz, que se anuncia con los rosados dedos de la aurora señalando, como
si surgieran de la nada, los perfiles de las cosas. Entonces sabrán que es al pintar del día, como nuestros
habladores, testigos del prodigio diariamente repetido, llaman al momento en
que los mil colores de la paleta de la aurora van creando la imagen del paisaje
que emerge del misterio nebuloso de las sombras. Aunque los que madrugan para
la guarda del granado, el laboreo de la tierra o el viaje tempranero al pueblo,
preocupados por situar sus acciones en una referencia temporal precisa, quizá
no piensan en la fineza y la poesía de su hallazgo. Ni falta que les hace.
En
semejante sitio
Los hablantes muchas veces
recurren a signos de distintos lenguajes para dar un tono redundante a un mismo
mensaje que asegure su comprensión de manera inequívoca. Entre otros muchos
casos, detengámonos en que la función señaladora de los demostrativos se suele
reforzar con indicaciones gestuales del dedo o de la mano, con el giro de la
cabeza o con tocamientos. Así ocurre cuando nos referimos a una realidad
presente, como las distintas partes del cuerpo, que podemos localizar con
pronombres o adverbios demostrativos o con la expresión en semejante sitio, mientras nos agarramos o señalamos el punto
exacto al que nos referimos. Pero en otros tiempos en semejante sitio podía convertirse en una indicación en clave
que, al no ir acompañada del gesto mostrativo, eufemísticamente evitaba
identificar de qué lugar se trataba, aunque todo el mundo entendía que se
refería a las comperdón partes
situadas en la entrepierna o en las posteridades del cuerpo, que por pudor
convenía no mentar. No como ocurre en el decir de ahora, que, para bien o para mal, todo el
mundo nombra y muestra sin ningún reparo aquello que antes estaba feo señalar.
Dar
pasás
Recuerdo como si fuera ayer
aquella estampa del consejo familiar en torno a la cama del niño postrado y
dolorido. Mientras unos apostaban por la medicina convencional de parches,
emplastos, purgantes, lavativas y desahumos;
otros ponderaban las propiedades milagrosas de ciertas medicinas tradicionales
que curaban como por ensalmo una pulmonía, un dolor de madre o una quebrancía. Había, según unos, que
avisar al rezador, que remediaba toda clase de dolores y daños, incluidas las
verrugas más pertinaces, con una oración; según otros, al curandero, que con
una simple botella de agua, de misteriosos origen, pero de efectos curativos
radicales, como si del bálsamo de Fierabrás se tratara, resucitaba al enfermo
ya desahuciado con unos tragos del benéfico remedio. Aunque finalmente se
acordó que había que darle pasás.
Para ello, bastaban unas manos diestras con que aplicar un suave masaje sobre
la zona dolorida del enfermo que transmitiera la gracia del sanador, que era como una letricidad que ahuyentaba dolamas y malengues, sin otro requisito que el paciente no fuera un descreído
y gratificara con largueza al curandero, en cuyo caso las pasás lo dejaban nuevo y bien dispuesto.
Ir/ venir follao/ follaico vivo
Ir/ venir follao/ follaico vivo
Los habladores del sur disponen de
dos expresiones que extreman el afán de exagerar la presteza y la diligencia con
que se hacen las cosas. “Ir a pijo sacao”
es ir o hacer a toda velocidad, como el que se encamina, casi ciego, con la herramienta en la mano, a solventar una
urgencia mingitoria, si no es una inaplazable apetencia sexual. Pero en el caso
de follao, la urgencia perentoria es
más desazonadora e inquietante porque nos empuja y acomete por detrás, con el
recelo que eso conlleva: no sabemos si nos arrastra el viento de un gigantesco
fuelle, o quizá nos avergonzamos de que la ventosidad salga de nosotros mismos
a raíz del esfuerzo; pero quizá la mejor imagen es la de que se trate de
alguien que ha abusado de nosotros atacando impúdicamente nuestras
posterioridades. Pero si decimos del tal que va o viene o hace las cosas “follao vivo” o “follaico vivo”, aumentamos la intensidad y dimensión del hecho con
el adjetivo y, aún más, con el diminutivo, que, lejos de aminorar su relevancia,
lo agranda y lo acelera hasta límites casi inimaginables.
Tener/
echar gusto
Es sabido que el gusto es el
sentido con el que se percibe el sabor que tienen las cosas, y también se llama
gusto al propio sabor, sin entrar a
valorar si es bueno o malo; y solo los calificativos que le pongamos nos dirán
si es amargo o dulzón, por poner un ejemplo. Así que cualquiera que oiga este
dicho pensará que se trata de una expresión redundante, por innecesaria. Pero
hete aquí que muchos habladores murcianos rompen la neutralidad del vocablo,
atribuyéndole un significado peyorativo cuando se refiere a los alimentos: se
trata de mal sabor, de un paladar impropio, alejado del que habitualmente
suelen tener. Si decimos que el agua tiene gusto, estamos pensando que esta,
lejos de ser insípida, tiene mal gusto, por estar corrompida o contaminada con
otras sustancias; y el aceite con gusto es el rancio o con demasiados posos. Y
puestos así, podemos decir que aquel guiso de lentejas echaba gusto o que la
carne que compramos ayer tenía gusto porque estaban estropeados o corrompidos.
Por eso, nuestro “echar gusto” no es cuestión solo de gusto, sino de mal gusto.
Dar
malculillo
Cuando vemos a los niños
espatarrados en el sofá y ensimismados en el televisor, la play, la tableta o el teléfono, algunos recordamos un tiempo en que
la vida del zagal era un tanto silvestre y los juegos infantiles tenían lugar
en la calle, y no en el salón. La imaginación de los participantes creaba el
juego cada día, y su repetición lo hacía costumbre y tradición; pero siempre
sometido al grupo, donde se asignaban papeles y jerarquías según la capacidades
o simpatías del individuo. Así que había juegos que, más que eso, eran pruebas
que medían el valor o la fuerza de los participantes y, en definitiva, su
perseverancia para aguantar en el grupo. Entre estos juegos asilvestrados y
políticamente poco correctos, el malculillo,
variante un tanto arriesgada del manteo, consistía en columpiar a la víctima cogida
de las manos y los pies, con el riego inminente de que el culo rozara con el
suelo, o fuera metido en un charco, o sencillamente lo soltaran de golpe,
mientras se cantaba algún estribillo alusivo al evento, como el que dice: “Malculillo, malculillo, / corre, corre que te pillo”.
Mandar (mucha) romana
Mandar (mucha) romana
En estos tiempos de básculas
analógicas o digitales de enorme precisión no estaría de más recordar un
instrumento hoy apenas utilizado ni recordado: la romana, con su larga barra
graduada y el pesado pilón colgado de uno de sus tres ganchos con que se
equilibraba el peso. En otras épocas nunca faltaba este artilugio portátil que
contaba en onzas, arrobas o quilos el peso de animales, capazos y costales de
cereales, harina o almendras, ya fuera sostenida a brazo si era romana pequeña,
o colgada la grande de un palo apoyado en el hombro de dos hombres fornidos. Ni
que decir tiene que a más peso, más valor de lo pesado. Y de ahí derivó una
imagen rotunda e incontestable para ponderar la valía, la influencia o el poder
de una persona, y también la relevancia de un asunto: si decimos que el tío Genaro
manda aquí mucha romana o que en ese matrimonio la señora manda mucha romana o,
finalmente, que el tema del agua manda romana entre los agricultores, todo el
mundo tendrá constancia del peso y la importancia de aquello de lo que
hablamos.
To
lo nacío
Estoy casi seguro de que ustedes
no han oído una expresión más inclusiva y universalizadora que to lo nacío, con la que se exagera la
cantidad y variedad de lo referido, con la buena intención de encarecerlo: si
en aquella tienda hay de to lo nacío
es que está repleta de toda clase de artículos, si la nena tiene de to lo nacío
en el ajuar guardado en el arca es que es completísimo, si en la mesa han
puesto de todo lo nacío es que no
puede estar mejor abastada. Pero también la frase puede compendiarlo todo, no
ya para encarecerlo y alabarlo, sino con el propósito de descalificarlo y
maldecirlo, manifestando así el enfado y la irritación monumental de quien la
pronuncia: “Me cago -con perdón- en to lo
nacío”, decimos cuando nos machucamos
un dedo con el martillo, o se hos ha extraviado la caja de las herramientas, o
el zagal se ha caído de la bicicleta.
Así que no hay mejor termómetro que este tó
lo nacío para registrar la visión optimista o, por el contrario,
desapacible y agresiva, de aquel que la dice.
Menear
los palillos
Los sones del hablar nos trasmiten
un cúmulo de referencias literales que todo el mundo entiende; pero en muchos
casos se convierten en imágenes en que se asocia el sentido primario con otros
aparentemente alejados de él. Así, si alguien habla de menear los palillos, inmediatamente vemos cómo la señora hace media
con la aguja inserta en una varilla puntiaguda o maneja los bolillos con que
teje el encaje; pero también oigo las varitas con que repiquetea el tamborilero
o el guitarrista golpea para llevar el compás. Pero no se trata de eso: hay que
imaginar una película de cine mudo en que el azogado protagonista va despendolado
de un sitio a otro con un continuo y desenfrenado ajetreo de piernas y brazos
que se agitan sin tregua como los citados palillos, y entonces es cuando
sabremos que menar los palillos es
afanarse mucho en la tarea. Con esto, solo nos queda decir que, más que la descripción
del hecho, suele ser un “hay que menear los palillos” que pondera lo esforzado
de la faena, ya sea encareciendo la nuestra o advirtiendo de su dificultad a
los demás.
Amagar
el lomo
Los aspirantes a un título, cargo
o trabajo han de someterse a mil pruebas: presentación de méritos, ejercicios,
exámenes, tests, entrevistas, que den cuenta de sus conocimientos y aptitudes.
Pero esto no siempre fue así, sobre todo en la vida rural, donde la voz popular
dictaminaba de forma inequívoca que eran aptos para cualquier trabajo si estaba
demostrado que sabían y querían amagar el
lomo: hacer cualquier trabajo físico, fundamentalmente los del campo, que
exigían doblar la cintura para plantar, cavar, escardar, segar y, en definitiva,
cultivar la tierra y recoger sus frutos. Al que amagaba el lomo, además de trabajador, se le consideraba persona
esforzada, responsable y de toda confianza. En cambio, lo peor era decir de
alguien que no le gustaba amagar el lomo:
los amos no lo contrataban, el padre advertía a la moza casadera del peligro de
hablarse con tal individuo, y la
familia y los amigos lamentaban esta ominosa renuncia a amagar el lomo. Sólo los señoritos,
que vivían de las rentas, estaban exentos de amagar el lomo; que este, y no otro, fue el castigo de Adán al ser
expulsado del Paraíso.
Buscarle
la púa al trompo
Los que no gozábamos de la
habilidad de hacer bailar el trompo –por otros llamado peón-, envidiábamos la
soltura con que algunos cogían aquel cono de madera terminado en una púa, al
que arrollaban cuidadosamente una cuerda para lanzarlo y hacerlo bailar
frenéticamente en el suelo, y luego cogerlo con la gracia de un prestidigitador
para que lo siguiera haciendo sobre la palma de la mano, difuminado por el
vértigo del girar, como si de un alocado derviche se tratara. Pero no menos nos
llamaba la atención el enigmático “Búscale la púa al trompo” que en ocasiones
profería el abuelo, como si de un desiderátum inalcanzable se tratara. Cuando
un asunto se daba por imposible, cuando la discusión se atascaba o la búsqueda
de un objeto resultaba estéril, venía esa especie de mandato categórico, que a
todos y a ninguno obligaba, para
consignar la impotencia, y también la conformidad, ante el fracaso. Aunque
también podía expresar el reproche a quien intentaba averiguar cosas inexistentes
o hurgar en ciertas heridas. Operaciones todas tan estériles e imposibles como
distinguir la púa de la peonza en el vórtice de su girar.
Hacer el paso
Hacer el paso
La imitación burlesca es uno de
los recursos más socorridos para poner en solfa la apariencia, el carácter y el
comportamiento de las personas: los alumnos caricaturizan al profesor o a sus
propios compañeros a sus espaldas y en la tertulia siempre hay algún gracioso
que parodia el comportamiento de familiares y conocidos. Pero por estos lugares
a este remedar los defectos –que nunca las virtudes- del prójimo, se le llamó hacer el paso, pensando quizá que el
compás del cuerpo da una imagen muy acabada del individuo; aunque luego no se
imiten solo los andares, sino también los gestos y mojigangas, el peinado o la
forma de hablar. Así que era motivo de
diversión hacer el paso al cojo, al desgarbado y al jorobado; pero también al
tartamudo y al gangoso, al tuerto y al cegato, al tonto o al muy espabilado,
siempre a espaldas de la víctima y, a ser posible, jaleados por un auditorio
inclinado a la risa y a la burla. Aunque me temo que en estos tiempos ni el
giro es muy usado ni está muy bien visto esto de hacer el paso.
Mega
mega
Las cosas se pueden hacer de mil
maneras o más, según la situación, el carácter y la intención de quien las
hace; y la lengua tiene muchos modos de designar ese hacer, así que no es lo
mismo hacerlas por las bravas que a la buena de Dios, a tontas y a locas o con
primor. Pero hay quien, como Robert de Niro, las compendia solo en tres:
“La correcta, la incorrecta y la mía”; aunque si somos exigentes nos quedaremos
únicamente con la última, porque existen tantas maneras de actuar como
personas. Y para demostrarlo viene que ni al pelo la expresión mega mega, que califica la manera
particular con que cada persona hace las cosas: a su modo, a su ritmo, paso a
paso, para diferenciarla de otras hechas con más diligencia, pero quizá de
forma un tanto alocada o con descuido. De modo que si yo las hago “a mi mega
mega” o usted dice actuar “a su mega mega”, es que usted y yo ponderamos nuestro
trantrán de hacerlas y no el atropello o el tuntún con que las hacen otros.
Estar/
ir de minguillo
Un día, no se sabe cuándo ni por
qué, los habladores de estos pagos acuñaron un término nuevo con que denigrar
al prójimo o quejarse uno mismo de una situación humillante. Con este
diminutivo vulgar, propio para llamar a niños desharrapados, a pastores y a
criados, se trataba de retratar el comportamiento manso y sumiso de quien, sin
personalidad propia, se somete a los dictados de otro que lo dirige y maneja a
su antojo, sin ser su mozo o asistente. Decíamos que el tal estaba o iba de minguilllo cuando en la conversación, en
el trabajo o en otras actividades cotidianas, aceptaba un papel secundario,
siempre dispuesto a otorgar, a no tomar decisiones y a ser el mandado de otro.
Aunque también era un término muy propio para expresar el inconformismo y la
rebeldía de quien advierte que no quiere ser subordinado o subalterno de nadie.
Así que cuando decíamos que Andrés estaba de minguillo del señorito o de su suegro o nos quejábamos de que
alguien nos tenía de minguillo, todo
el mundo entendía de qué hablábamos, aunque no siempre con qué intención lo decíamos.
Con
las mismas
Los adictos al diccionario
académico, si oyen decir “Me estoy un ratico contigo y con las mismas me voy a mi casa”, tendrán la certeza de que se
encuentran en Cuzco o en las estribaciones del Macchu Pichu. Pero lo más
probable es que no hayan llegado tan lejos en su aventura. Si visitan la villa
de Moratalla o la ciudad, el campo y la huerta de Lorca, les sonará este con las mismas, tan del gusto de los
indígenas de aquí, que, cuando queremos decir que vamos a hacer algo
inmediatamente después de haber llevado a cabo otra acción, decimos con las mismas, y a todos nos queda
claro, como si hubiéramos dicho acto seguido
o a continuación. “Te dejo a la nena
y con las mismas me pongo a
planchar”, dirá la Maruja a su madre; “Se sentó en la silla y con las mismas se quedó dormido”,
maldiremos del comportamiento de nuestro visitante un tanto distraído; e incluso
yo, que esto estoy escribiendo, con las
mismas no diré más de este giro tan nuestro; aunque otros con más autoridad
lo sitúan en el Perú.
Solo,
la y mondo, da
No parece que haya lugar en los
diccionarios oficiales, ni siquiera en la memoria reciente de las gentes de
aquí, para una expresión tan desgarrada y desoladora como solo y mondo. Mondo es lo
despojado de añadidos o adherentes; pero sumado a solo, resulta una expresión redundante que pondera la soledad y el
desarraigo del que se siente aislado, inerme, sin nadie alrededor. Pues bien,
si fuéramos observadores curiosos de nuestro hablar, todavía oiríamos a alguna
abuela lamentar que está sola y monda
en la vida; y de la moza solterona que mira pasar el tiempo desde la soledad de
su ventana y de la madre que se queda en casa cocinando mientras los demás
andan de parranda por la calle, diríamos que se han quedado solas y mondas. E incluso leeríamos cómo
Miguel Hernández recuerda en la distancia a Josefina sola y monda sin él, y cómo en otra ocasión ruega que lo dejen solo y mondo, sin ninguna compañía. Y
entonces comprenderíamos que entre los distintos grados de la soledad y el
desamparo el más descarnado es el que nos pinta solos y mondos.
Ponerse el culo del arca/ cofre
Ponerse el culo del arca/ cofre
Decían las antiguas lenguas que el
buen paño en el arca se vende: los bienes más preciados se guardaban como oro
en paño, sin ninguna intención de airearlos ni hacer alarde de ellos. En lo
viejos cofres y arcas, hoy desaparecidos, lo más valioso, los atalajes de
fiesta, lo que se usaba solo en grandes ocasiones, se guardaba y resguardaba en
el fondo, para no tocarlo ni estropearlo. Llegada la fiesta señalada, el
acontecimiento del año, era la ocasión de ponerse el culo del arca, expresión
con que se encarecía la importancia del suceso o se criticaba el afán de
ostentación de los que hacían tal derroche. Así que vean cómo cambian los tiempos:
de guardar lo más valioso en el fondo del cofre o del arca y no sacarlo mas que
en fechas señaladas, hemos pasado a tener fondo de armario, que es un conjunto
de ropa básica que se guarda allí dentro con la vana ilusión de que no pasa de
moda, por lo que en cualquier momento podríamos recurrir a ella. Así que nada
comparable con el culo de aquellos cofres y arcas.
A
la calla/ callá callando
Callar es verbo para discretos: los que
hacen las cosas sin llamar la atención, los parcos en manifestar lo que piensan
o sienten, frente a los habladores de diluvios que hablan por no callar. Aunque
ese callar puede ser un callandico,
que añade al silencio un cierto toque afectivo, que retrata el cuidado y la
delicadeza con que actuamos para no interrumpir un acto o una conversación, no
despertar al que duerme o hacer más sorpresivo un encuentro inesperado. Pero no
todos los silencios cuidadosos son bienintencionados. Sírvales de ejemplo este
que, en el colmo del callar, actúa sirviéndose del casi olvidado a la calla callando, con una doble dosis
de silencio que esconde, no ya la prudencia y la discrección, sino el sigilo y
el disimulo de quien actúa en secreto consciente de que sus decisiones no están
bien o no serán aceptadas. Decimos que actúa a la callá callando el novio que oculta que se entretiene con
otras, el niño que hace novillos, el que abusa de la confianza del amigo a sus
espaldas. Que a veces el silencio daña más que mil habladurías.
El
pijo once
El repertorio de expresiones con
que manifestamos el asombro, la incredulidad o el rechazo ante lo que hacen o
dicen los demás, no tiene fin. Pero si ustedes quieren, les recordaré que la cháchara murciana dictamina
esa disconformidad de manera rotunda e inapelable con una locución en la que el
vocablo áspero y desapacible tan grato para nuestros habladores se ve corregido
y aumentado con un extraño numeral, que no se sabe si cuenta u ordena aquello a
lo que determina. “¡El pijo once!”, dicho con seguridad y energía, deja bien
clara nuestra actitud ante las propuestas inadmisibles de los amigos, los
hechos que no nos gustan o las historias increíbles que nos cuentan. Ahora
bien, no me pregunten quién inventó expresión tan poco explicable ni qué le
llevó a aplicarla para tales fines, porque yo no lo sé. Pero sí les puedo
asegurar que resulta muy eficaz, aunque no deje en muy buen lugar la fineza de
quien la dice. Por eso algunos, para este mismo fin, recurren a “once núos”, modismo
que les parece más presentable. Allá ellos, que sobre gustos no hay nada escrito.
Medio
regular
Solemos ver las cosas desde una
perspectiva subjetiva, generalmente interesada, de manera que una misma botella
media la veremos medio llena o medio vacía, según los casos. Pero en cuanto al
estado de las cosas o de las personas, aunque el término medio entre bien y mal es regular, algunos,
no contentos con esta equidistancia inventaron la graciosa expresión medio regular, que rebaja el escaso
justo medio del regular hasta la
mitad. Así que si les preguntan cómo están de salud, cómo les va en el trabajo
o cómo se llevan con la familia, contestarán que “medio regular”, dando la
impresión de que aquello va menos que regular: exactamente la mitad de lo que
el vocablo indica; es decir, bastante mal. Pero también medio regular es un recurso para quien no quiere presumir de buena
salud, de la bondad de su trabajo o de la excelente relación con su familia,
aunque se le adivine en el gesto su apreciación positiva. Que en esto de medir
situaciones personales y estados de ánimo, el medio regular se aprecia como más o como menos según el cristal con
que se mira.
La
fin del mundo
El zagalico, curioso y observador, ponía el oído atento a la parla de
los mayores, sobre todo cuando trataban de la
fin del mundo, cuyo significado categórico y totalizador le atraía entre la
curiosidad y el terror, estremecido ante la inminencia de las profecías que lo
fijaban en el año 60 del pasado siglo, o para el día siguiente en el caso de la
crisis de los misiles soviéticos en Cuba, en 1962. En otras situaciones, la fin del mundo marcaba la lejanía incalculable
que nos separaba de lugares o personas, que exagerábamos situándolas en el otro
extremo, en el borde del precipicio, imaginando que la tierra era plana. Pero
lo que encandilaba a aquel zagal era
la llamativa y morbosa condición femenina que tomaba el dicho en la parla
silvestre; y, sobre todo, la ampliación de su sentido, aquí aplicado también a
sucesos extraordinarios, a situaciones desmesuradas o catastróficas. Era la fin del mundo una tormenta de piedra,
el convite de la boda del Ginés y la ruptura del noviaje de la Inés. Y así todos quedaban enterados de la magnitud
nunca vista de lo dicho.
Quedarse
móvil
Móvil es la palabra que, como es
sabido, caracteriza a todo lo que se mueve, y está muy de moda porque etiqueta
al teléfono portátil, así llamado. Pero así como no es oro todo lo que reluce,
tampoco es móvil todo lo que se califica de movible. Lo digo porque la
sabiduría popular ha conseguido invertir radicalmente el sentido del vocablo,
así que cuando se dice móvil, ha de
entenderse precisamente lo contrario, es decir, inmóvil; e incluso ha ido más allá al crear una expresión que, como
la cuadratura del círculo, plantea una contradicción radical entre sus
términos: “¡Me quedé móvil”, exclama
una señora al recibir una noticia inesperada, y lo mismo dice el caballero al
que descubrieron en la cama con la otra; pero no debemos entender que salieron
huyendo a cajas destempladas, pese a que hubieran querido hacerlo, porque en
realidad lo que ocurrió es que la sorpresa o el miedo los dejó asombrados,
paralizados, “inmóviles”, aunque parezca que dicen lo contrario. Cosas
“veredes” y, sobre todo “oiredes”, que os dejarán móviles. O todo lo contrario, que no está muy claro.
Mirar
nito nito
“Hablar, no habla; pero fijarse,
se fija mucho”, habrán oído ustedes decir de alguna persona, mediante la
identificación con el búho, que, inmóvil, con sus grandes ojos redondos y permanentemente
abiertos, parece tener la mirada clavada, como con un imán, en un punto fijo.
Pues bien, no hacía falta esta imagen zoológica, porque hay una expresión que
certifica esa fijeza de la mirada con toda la rotundidad imaginable: si decimos
que alguien “mira nito nito”, es que
fija la vista en algo sin desviarla a otra parte; porque nito nito es la adaptación popular de la locución de hito en hito, que así lo significa,
sirviéndose de la imagen de los hitos, que eran las estacas o postes que
marcaban la linde de una propiedad o los márgenes de un camino, que el
viandante había de ir observando con atención para orientar bien sus pasos y no
perder la buena dirección. Así que si alguien nos mira nito nito, es que se fija en nosotros porque siente sorpresa,
curiosidad o interés por nuestra persona. Para bien o para mal, que eso ya es
otra cosa.
Once
núos (a babor)
No me pregunten quién inventó
expresión tan rotunda, y por demás enigmática, no se sabe si venida de la mar o
de tierra adentro. Y no la busquen en catálogos fraseológicos ni en palabreros
eruditos porque quizá no la encuentren. Lo cierto es que hubo un tiempo en que
era de uso común en la parla informal, aunque con cierto tufillo a dicho un
tanto áspero e incluso malsonante. Y no sabemos por qué. Lo que sí sabemos es
que venía que ni pintada para expresar nuestro asombro y el consiguiente
rechazo ante opiniones, peticiones y conductas que nos resultaban inoportunas,
chocantes o ridículas. Si alguien nos pedía dinero graciosamente, o afirmaba
que era posible volar a pelo, o se daba una importancia impropia de su
condición, nos bastaba con exclamar “¡Once núos!”
para que lo dicho o hecho por nuestro interlocutor quedara desautorizado, sin
ningún viso de credibilidad. Además, sepan que si se le añadía “a babor”,
tomaba un giro claramente náutico que resaltaba aún más el despego y el
desprecio de quien la pronunciaba. Así que no sé qué más les voy a decir.
En
puesto de
Cuando parecía que en esto del
hablar ya todo estaba inventado y sesusos maestros de la gramática había
registrado todo un caudal de términos y giros con que componer el discurso,
resulta que los habladores silvestres pretendemos enmendarles la plana. Y muchas
veces lo conseguimos, dándoles un nuevo sentido a sus vocablos, inventando
otros radicalmente nuevos, e incluso construyendo giros gramaticales que
enriquecen y hacen novedoso nuestro decir. Vean que la lengua ya disponía de
numerosas locuciones con que manifestar que algo sustituirá a otra persona,
cosa o acción: “en vez de”, “en lugar de” o “lejos de”. Pues bien, nosotros
pensamos que nuestro “en puesto de” dice de forma más precisa dónde lo
colocaríamos, no en un tiempo o lugar imprecisos, sino en la situación exacta
que le corresponde. Así que cuando decimos que ·”invitaremos a Juana en puesto
de Josefa” o que “en puesto de dormir, el zagal anda jodiendo”, estamos siendo
incluso más precisos y claros que quienes nos tachan de llanos y poco ilustrados.
Que “en puesto de” criticarnos, podrían aprender de nuestras novedosas
soluciones idiomáticas. Que cosas más raras se han visto.
Mal
dolor te dé (que trines, que clujas)
Las maldiciones ofrecen un enorme
catálogo de males con que amedrentar o injuriar al prójimo, desde las más
transcendentes, que auguran desgracias y condenas en el más allá –“Anda y que
te lleve el barzoque”- a las que
desean la muerte más o menos prematura. Pero las más crueles son los que
condenan a sufrir los peores males en esta vida. En este orden, una de las más
rotundas era la que deseaba un dolor nada benigno, aplicable a animales –reses
que invadían el sembrado vecino o que no se dejaban ordeñar, caballerías desbocadas…-
y sobre todo a aquellas personas que nos irritaban en un momento dado o queríamos
mal de forma permanente. Pero como el maldecir no tiene límites, se podía ir
más allá, añadiendo el efecto que queríamos que el dolor provocase en la
víctima. Un dolor incontenible e insoportable que le hiciera clamar o reventar sin
remedio. Pero esta maldición, escueta o con el añadido hiperbólico, ya apenas
se utiliza, para satisfacción de las asociaciones protectoras de animales y de
defensa de los derechos humanos. Aunque algunos todavía la echan de menos.
Que
me muera aquí mismo
No se esfuercen porque ya no
encontrarán a nadie que certifique la verdad de lo que dice con esta fórmula
tan radical. Tendrían que volver aquellos tiempos en que mujeres de su casa,
hombres barbados y niños poco más que de teta recurrían a mil juramentos que
acreditaban sus dichos, poniendo por testigo a divinidades mayores y menores,
exhumando a seres queridos o haciendo la señal de la cruz sobre la boca con
firmeza y hasta con rabia. O yendo más allá, con esta fórmula que sobrecogía a
los interlocutores más descreídos. Imagínense que hoy el político de turno
iniciara cada una de sus promesas electorales con un rotundo “Que me muera aquí
mismo si…”, y que otro tanto hicieran los banqueros que embaucan con la letra
pequeña de sus ofertas; y, en general, los muchos que mienten más que hablan.
Pero tal juramento ha desaparecido, como los demás, no solo por el descreimiento
general que lleva a prometer, y solo por imperativo legal, sino porque en el fondo
quizá estos sembradores de mentiras teman que, si se cumpliera a rajatabla el
dicho, estarían todos irremisiblemente muertos.
Andar/
estar de correntillas
Nuestra correntilla es en todo idéntica a la correndilla de los finos; aunque la nuestra anda más cercana de la
primitiva forma culta, que no siempre se nos va a tachar de vulgares y malhablados.
Se trata de correr un corto trecho para tomar impulso ante un salto o como
parte del correteo incesante de los juegos infantiles. Sin embargo, a las correntillas plurales los habladores
silvestres les damos, además, otros usos muy acordes con su significado. Así.
el ir y venir de una forma apresurada y
urgente ante un suceso imprevisto –un parto que se adelanta, una indisposición
repentina, una noticia que debemos difundir…- nosotros lo conocemos como “andar
o estar de correntillas”, y no
precisamente un corto trecho. Pero las correntillas
más genuinas son las producidas por la diarrea continuada y persistente
–también llamada comperdón cagueta o
caguetilla-, ya que, en este caso, en el término correntillas parecen aunarse la correncia
del desagüe líquido e incontinente y la premura del correr apresurado para
evacuarla, lo que nos lleva a decir con toda propiedad, pero sin faltar al buen
gusto, que el afectado anda de correntillas.
Hacer(se) carbonato
Hacer(se) carbonato
Muchas son las imágenes que
retratan a lo vivo la acción de romper o destrozar las cosas, y también la del
cansancio extremo, físico o moral, en las personas: hacer(se) polvo, mixtos,
añicos, quina, y otras. Pero fijense en hacer(se)
carbonato: con una sustancia química de muchos usos, sobre todo
relacionados con la limpieza y la higiene, se pondera la acción de romper en
partículas mínimas, imaginariamente semejantes a las del polvo de tal sustancia:
“El zagal hizo el cántaro carbonato”, “Mi hombre trae la ropa del trabajo hecha
carbonato”. Pero también describe a lo vivo las dolencias y el cansancio físico
–“Tengo los pies hechos carbonato”,
“Estoy hecho carbonato de tanto trabajar”-, y aún la fatiga moral –“La
muerte del abuelo me hizo carbonato”. Y no olviden, además, que el deseo y la
excitación sexual se describe como un “hacerse carbonato”. Y sepan que los
exagerados, y también los más finos, pueden extremar doblemente el desastre
diciendo que lo afectado ”se hace bicarbonato”. Pero podría ser peor, porque las
cosas y las personas pueden llegar a “hacerse gas”, en el colmo de una
volatilización que las desintegre.
En na(da) que
En na(da) que
Los habladores llanos nos
preocupamos mucho de hacer muy presente lo que decimos, recurriendo, si es
preciso, a la exageración. Eso es lo que ocurre, por ejemplo, cuando queremos
ponderar la inmediatez de una acción con relación a otra anterior. Mientras que
otros recurren a expresiones más o menos denotativas para marcar la cercanía
temporal de ambos sucesos –tan pronto
como, en cuanto, al punto que-, nosotros preferimos giros
extremos que no dejen lugar a dudas sobre la diligencia del actuar. Así que
podríamos decir en to(do) que…, con
lo que encareceríamos la urgencia de lo que pretendemos; pero cuando elegimos en na(da) que, no hay lugar a dudas de
que no tardaremos ni un segundo en hacer lo que afirmamos: “En na que termine, estoy contigo”, En na que me lave, salgo cortando p´al pueblo”, “En na que me llames, voy a recogerte”, decimos, y nuestro interlocutor
queda enterado de nuestra implicación en el asunto y de la inminencia de
nuestro hacer. Por eso podemos decir que en este caso poca es la distancia
entre el todo y la nada a la hora de encarecer nuestra diligencia.
En
parte nacía
Vamos a suponer: resulta que hemos
perdido las gafas de cerca que tanto necesitábamos para hacer ese zurcido o
para leer la última entrega de El hijo de
la obrera, y las buscamos desesperadamente; echamos de menos el aparato del
flit, tan necesario en esta época
para que la casa no se nos llene de moscas, y no sabemos dónde ha ido a parar;
se nos ha traspapelado la cartilla del seguro de enfermedad y nos hacemos
tierra pensando dónde la hemos dejado; el nene
se fue a jugar a la calle con sus amigos y esta es la bendita hora en que no ha
vuelto, y la comida está puesta en la mesa… En todos estos casos, y en muchos
más, nos deshacemos buscando el objeto o la persona desaparecidos dentro y
fuera de la casa, arriba y abajo, en lugares conocidos y en sitios
imprevisibles, y preguntamos por ellos a unos y a otros y, al final, confesamos
que no los hemos encontrado en parte
nacía, es decir, en ningún sitio que se pueda imaginar. Y entonces sí que,
con razón, empezamos a preocuparnos.
La orden (cana)
La orden (cana)
Las interjecciones impropias con
que soltamos de golpe nuestras emociones son casi infinitas, desde los
eufemismos inocuos e incluso cursis, como cáspita
o córcholis, a toda clase de términos
groseros relacionados con órganos sexuales y funciones fisiológicas, conocidos
de todos. Pero mencionemos una muy de aquí que, si nos remontamos a su origen,
la veremos teñida de resabios de rebeldía y heterodoxia, hoy difícilmente
imaginables. Hablo de la orden y la orden cana, abreviación de “Me cago
en la orden cana”, expresión blasfema
seguramente dirigida, de manera críptica, a la orden dominicana, odiada por ser la administradora de la Inquisición. Hoy,
olvidado su turbio origen, cualquiera puede subrayar su admiración –“La orden, qué zagala más guapa!”-,
sorpresa –“¡Qué susto me has dado, la
orden cana!”- o irritación –“¡La
orden cana con el zagal, que me lleva frito!” Aunque también es un sustantivo
que define la magnitud de un hecho o lo extraordinario de una persona, al
identificarlos con dicho término: “¡Esto es la
orden cana!”, “Estos zagales son la
orden”. No me digan que esta expresión no es la orden, e incluso la orden
cana.
Abrazo chillao
Abrazo chillao
De igual modo que expresamos
nuestro desprecio, burla o aversión hacia el prójimo con actitudes y palabras
cargadas de intención, también podemos manifestar de forma expresiva el apego y
el cariño hacia los seres queridos. Y no hay mejor muestra de estos quereres
que el abrazo chillao, que es un
abrazo con banda sonora, cuyos gritos de alegría subrayan el calor afectivo que
ya de por sí transmite la acción de estrechar el cuerpo. La del abrazo chillao es una técnica que se practica
con espontaneidad desde la más tierna infancia: el nene pequeño proyecta su cariño con un abracico chillao, animado y celebrado con entusiasmo por padres,
abuelos y demás familia. Así que el zagal
cogerá el gusto de estos abrazos chillaos,
hasta que llegue el momento en que comprenda que el abrazo y otras manifestaciones
del cariño y del amor conviene que sean más bien recogidas y mudas, al menos en
público. Aunque siempre recordará la emoción compartida de esta muestra de
cariño y la gracia de la expresión que, a lo vivo, la retrata. Y en más de una
ocasión reprimirá el deseo de repetirla.
Que
pa(ra) qué
De siempre te atrajeron estas
expresiones disfrazadas de una forma tan misteriosa, aparentemente
incomprensible, por abierta e incompleta: “No me hagas”, “más que el decirlo”,
“Que te voy a dar”… Pero ninguna tan desmesurada y expresiva como esta, con su
aparente no decir nada. Este “que pa
qué” te recuerda mil situaciones de la infancia en que, con la boca abierta,
oías a tu alrededor su son explosivo y juguetón: tu madre que tenía cosas que
hacer que pa qué, el abuelo que
proclamaba que el nieto tenía una gracia que pa qué, y todo el mundo que cerraba con un enigmático que pa qué sus comentarios, quejas o
alabanzas sobre lo mucho que llovía, la subida del pan o lo crecido que estaba
el zagal. Y te ponías a buscarle las piezas que le faltaban, como el que le
busca la púa al trompo. Hasta que años después descubriste que la gracia del
giro estaba precisamente en este vacío insondable que la imaginación de los
destinatarios podía rellenar con todas las acciones, cualidades o situaciones
del mundo. Circunstancias que eran tan llamativas, “que pa qué (decirlas).
Al
remate /su último remate
Damos por sabido de todos que remate
es el fin, la extremidad o la conclusión de algo; y también lo que queda de una
cosa; y especialmente la venta rebajada de los restos de un producto. Pero los
habladores murcianos, siempre tan detallistas, añaden algunos usos más al
vocablo, construyendo giros que mediatizan el significado de lo que se dice,
como si el hablador tuviera interés en el cumplimiento de la acción, cuya
conclusión, para bien o para mal, se complace en contar. Así, la locución
adverbial “al remate” insiste retóricamente en la pregunta o la afirmación
sobre la conclusión de una acción cuya terminación quizá le ofrecía dudas: “Al
remate, ¿vas a comerte el guiso?”, “Al remate se decidieron a comprar la dichosa
finca”. Pero se puede insistir aún más en que lo dicho es la última instancia,
la decisión obligada que alguien ha de tomar en un asunto. Entonces diremos que
“El último remate fue comerse el guiso” o que “Su último remate será comprar
esa finca”. Aunque no sé si con estas explicaciones tan prolijas, al remate se
entenderá lo que quiero decir.
Comerse
a Dios por una pata
En aquellos tiempos de escaseces
el comer mucho era una bendición de Dios, como si de un milagro se tratara. Por
eso, los alimentos se veneraban como si se nos otorgara un don divino,
semejante al maná que llovía sobre los judios en el Sinaí: se hacía la señal de
la cruz al partir el pan, se besaba si se había caído al suelo, e incluso el
hambriento Lazarillo lo divinizaba, llamando a los panecillos “la cara de Dios”
y al arca inaccesible que los guardaba “Paraíso panal”. Pues bien, siguiendo
con esta ponderación hiperbólica de los alimentos y del ansia de comerlos, nada
mejor que esta expresión aparatosa y blasfema, que situaba las ansias del
comilón en el mismísimo cielo y convertía al propio Dios en un manjar apetecible
para su hambre insaciable. Así que esta frase servía tanto como confesión muy
celebrada del propio apetito como para ensalzar el buen saque de los demás.
Pero esto era antaño, porque hoy sólo serviría para escándalo, no ya de beatos
y vegetarianos, sino de todos los estreñidos del comer, que ahora son muchos y
muy combativos.
Que
Dios tirita/ se caga
Esto de poner a Dios por testigo
de lo que hacemos, o tomarlo como referente de lo insólito o extraordinario de
esas hazañas, puede resultar poco respetuoso para muchos, salvo para los
habladores silvestres, que, lejos de amedrentarse por su condición divina, que
impide a todos los creyentes mentar su nombre en vano, lo toman como un
personaje cercano, capaz de tener los mismos sentimientos e idénticas
aflicciones que los mortales. Así que nadie mejor para certificar con su imagen
el asombro, la sorpresa o el miedo que queremos provocar en los demás con el
relato de los pequeños sucesos y tribulaciones que nos acaecen a diario. Nadie
se atreverá a discutir nuestra descripción aparatosa de la tormenta que se nos
viene encima, ni la epidemia de gripe asiática que invade nuestra casa, ni el
miedo que nos produce andar de noche por ese paraje desolado e inhóspito, si
afirmamos que el propio Dios se echaría a temblar, e incluso llegaría a
ensuciar su inmaculada persona ante tales hechos. Así, esta insólita
humanización del Supremo Hacedor, reafirmará el carácter casi sobrehumano de
los sucesos que contamos.
Tocarse la flor
Tocarse la flor
No resulta del todo explicable que
el colmo de la dejadez y la holgazanería se represente con la imagen de tocarse
la física anatomía, y especialmente sus partes menos nombrables. Pero ninguna
de las innumerables expresiones que retratan este toqueteo imaginario se sirve
de los nombres científicos de esos elementos corporales –nadie daría crédito a
un, con perdón, “tocarse el pene, los testículos, la vulva o el ano”-, sino de
la retahíla de términos gruesos con que los suplanta el hablar común, que no
hace falta aquí nombrar. Quizá la única excepción a estas rudezas expresivas
sea el descriptivo “Tocarse la flor”, que esconde el mismo dardo que retrata al
prójimo, e incluso a nosotros mismos, en un despreocupado y obsceno no hacer
nada; pero dulcificado con la delicada imagen bucólica, de manera que pueda ser
utilizado por lenguas pudorosas sin ningún desdoro. Así, todos, y especialmente
todas, podrán decir que Ana se pasa el día tocándose la flor o plasmarán su asombro
o desagrado ante lo que otros hacen o dicen con un categórico “¡Tócate la
flor”. Y cada uno que imagine el referente de tal flor.
De
parte de
Para nuestro buen entender,
dividimos el día en tres grandes periodos temporales: mañana, tarde y noche.
Sobra decir que cada uno de estas divisiones es una parte del día. Pero los
habladores de estos pagos, en nuestro afán de ser claros y bien entendidos, no
teníamos inconveniente en insistir en ello, de manera que solíamos decir de parte de mañana, de tarde o de noche: “Te
veré de parte de mañana”, “Hace más
calor de parte de tarde”, El baile
será de parte de noche”, decíamos, y
así creíamos que todo quedaba mejor dicho. E incluso algunos pensaban que ese de parte de quería decir “al comienzo” o
“a primera hora” de la mañana, de la tarde o de la noche, con lo que se acotaba
aún más el momento referido. Aunque sobre esto había opiniones encontradas, lo
que resultaba inequívoco es que con nuestra parla tan precisa nadie confundiría
unas partes con otras, ni con el todo, del día. Sin embargo, en estos tiempos
de confusión y de mudanza en el hablar ya nadie se acuerda de este giro antes
tan oportuno y tan bien entendido.
Estar de pino
nino
Sabido es que el lenguaje popular
no goza de muy buena fama entre los cultos y enterados. Según las buenas
lenguas, los hablantes vulgares son unos prevaricadores y trabucaires del
hablar que, con premeditación y alevosía, se ceban en degradar la forma de las
palabras y trastocar su sentido, e incluso en crear vocablos nuevos de
morfología disparatada y sentido poco comprensible o grosero. Así es que nadie
les alaba su espíritu creativo, con su música expresiva de onomatopeyas,
aliteraciones, ecos, consonancias y reiteraciones, ni sus referentes
originales, nuevos, sugerentes. Si ustedes no lo creen, escuchen, pronuncien y recréense
en la expresión pino nino, tan
nuestra, tan lorquina, que pervive en el eco y en la memoria con una resonancia
tintineante y cantarina que prolonga el son de la palabra pino, como si estiráramos la figura del dicho árbol. Y cuando
alguien les diga que está todo el día de
pino nino o les advierta irritado que lleva media hora esperándoles haciendo el pino nino, créanle a pie
juntillas y vean su imagen perenne ahí plantada en la calle, hierática y firme,
con la impasibilidad solemne del pino.
En/
por pocas y
Quizá no encuentren una forma más
expresiva de ponderar el riesgo de que un suceso hubiera ocurrido, o lo cerca
que estuvimos de hacer o conseguir algo. Con la preposición, el adjetivo plural
femenino fosilizado, la conjunción y la mención del hecho al que nos referimos,
los habladores orientales dejamos bien sentado que esa acción, esperada o
inesperada, que, para bien o para mal, estuvo a punto de suceder, finalmente no
tuvo lugar. Así que no es raro oír afirmaciones como estas sobre lo que pudo
ser y no fue, para suerte o por desgracia: “El zagal por pocas y se estroza
con la bicicleta”, “En pocas y
espichamos por el camino con el calor que hacía”, “En pocas y se cae la casa con el terremoto”, “Por pocas y nos cae el gordo de la lotería”. Y a muchos nos parece
que este en pocas o por pocas lo deja todo más claro que el casi o el por poco que otros prefieren. Lo digo así para que me entiendan, aunque
por pocas y me pierdo en la
explicación sobre un giro que ya tampoco existe.
A
lo primero
Cuando nos referimos al primer
instante de la existencia de algo, le llamamos principio, inicio, comienzo, arranque, entrada, prolegómenos, preliminares, etc.; y todo el mundo dice, por ejemplo, al
principio o al comienzo o en el arranque para marcar ese momento.
Pero muchos habladores murcianos, para indicar esa circunstancia no eligieron
precisamente un adverbio de esa clase, sino que llegaron al buen convén de recurrir al primer numeral
ordinal sustantivado, lo primero, que
identifica a todo lo que precede a lo demás, y lo convirtieron en la locución a lo primero, que deja muy a las claras
la situación preferente, en el orden o en el tiempo, de aquello de lo que
hablamos: “A lo primero todo marchaba
bien en mi casa”, “Si tú me lo dices a lo
primero, no hubiera pasado esto”. Y si, con perdón, la Biblia la hubiéramos
escrito nosotros, el Génesis no
hubiera comenzado diciendo: “Al principio creó Dios los cielos y la tierra”, ni el Evangelio de San Juan arrancaría con
“En el principio era el Verbo…”, sino “A
lo primero…”, que sería decir lo mismo, pero a nuestra manera.
Pasar
el purgón
Sabemos que purgar es limpiar o purificar a alguien, ya sea física o
moralmente. En el primer caso, aparte otros usos, se trata de dar al enfermo la
medicina adecuada para liberar su intestino. En el segundo, la medicina
consiste, más bien, en aplicar una pena o castigo merecidos por una culpa; y
para eso crearon Dios, y sobre todo, la Santa Madre Iglesia, el Purgatorio.
Aunque los mortales, desde tiempo inmemorial, han estado convencidos de que el
purgatorio es esta vida, donde se pasan fatigas y penalidades sin cuento. Y la
sabiduría popular ha sabido ponderar la dureza y el padecimiento de estas penas
terrenales, convirtiendo purga en el
aumentativo hiperbólico purgón. Así
que en muchos lugares de estos tierras escucharemos la expresión “pasar el purgón” para resaltar el tormento o el
suplicio que sufre una madre con sus hijos, o la señora que llega del mercado
atosigada de calor, o quien las ha pasado negras en un entrevista o en un mal
encuentro, o nuestro vecino que atraviesa dificultades económicas o familiares.
Así se pasa el purgón; quien lo probó
lo sabe.
El
hueco del día
Las interminables jornadas del verano alcanzan
su cénit en el sestero, cuando nos
refugiamos en la sombra o la penumbra para huir del calor y las moscas que nos
acucian en las horas centrales del día. Pero otra cosa es el hueco del día, ese
breve momento de plenitud que encontramos en las jornadas breves y tristes del
invierno que, como si fueran algo estrecho y pasajero, por un momento se
remansan, se dilatan y se profundizan para dar las horas de más luz y de mayor
actividad, que nos alejan de los márgenes oscuros de la mañana que viene de la
tiniebla, y de la tarde que nos sumirá otra vez en la oscuridad de la noche.
Aprovechando este paréntesis de bonanza, el campesino de otros tiempos echará
su jornada de arar con la yunta, apacentará el ganado por aradas y eriales o
regará y recogerá los frutos de la huerta. Y por otro lado, algún poeta
purista, sintiéndose casi como un dios, idealizará este momento del hueco del
día diciendo que todo está ya pleno, es mediodía y dan las doce en el reloj.
Darle/
meterle a uno una reja
Sabido es que las reprimendas a
más de uno le resbalan y no le causan ningún efecto. Esto ocurre con muchas
personas, a nuestro juicio descarriadas, que no escuchan los consejos y
orientaciones para enderezar su camino, con lo que mantienen comportamientos
equivocados sin atenerse a razones. Entonces es cuando había que recurrir a una
dura reprensión que abriera su alma en canal, como lo hace el arado con los
campos endurecidos, soltando y mullendo la tierra. Así que la fuerte reñidura
actúa como una reja que revuelve su conciencia, como un arma con que amonestar
al niño inquieto y manifacero, con
que echar una bronca al amigo que no hace las cosas a nuestro gusto, con que
reñir al amante despegado y propenso a caer en otras redes. Dicho esto, solo
falta añadir que este procedimiento, aunque parezca un tanto rudimentario,
resultaba de gran eficacia, según certifican los que antaño lo utilizaban. Sin
embargo, hoy esto de meterle a alguien una reja ha quedado en el olvido, pues
cada uno actúa a su manera sin atender a razones ni dejarse arar la conciencia.
A
sorbo callao
Los indígenas de todo el mundo
tenemos la costumbre, que los demás consideran fea, de beber aspirando, sobre
todo cuando se trata de leche, sopa u otras líquidos de cierta densidad,
especialmente si están calientes, produciendo un frotamiento burbujeante en la
boca, para escándalo de los presentes. Y aún es peor si el sorber consiste en
aspirar la mucosidad nasal, con el mismo estrépito que el de las aguas bravas
de una caratarata o un rápido. Pero sepan que, para disimular esta ruidosa
costumbre de sorber, podemos llegar a la cuadratura del círculo de la
absorción, que es hacerlo callada y silenciosamente, sin dar pelos ni señales
de tal operación. Y entonces llegamos a extenderla como imagen a todo aquello
que hacemos discretamente, sin que se entere nadie. Hechos que pueden ser de
carácter positivo –comprarse una casa, hacer unas gestiones, emprender una
nueva relación-; pero, sobre todo, situaciones negativas, incomprensiones y
fracasos que uno sufre en silencio, calladamente, con resignación, aunque el
trago –o mejor, el sorbo- sea tan áspero y desagradable que nos den ganas de
vocearlo, haciendo tanto ruido como el de los sonoros sorbitones.
Más
bruto que un ara(d)o
Los que de esta materia entienden
dicen que Dios creó a los seres humanos para que vivieran juntos, pero no
revueltos. Por eso sus ministros interpretaron que la voluntad divina mandaba
que se dividieran en tres estados: oradores y defensores, arriba, cuya dignidad
y poder representaban la cruz y la espada, respectivamente; y abajo, los labradores,
con el arado como símbolo de la servidumbre, la incultura y la rudeza del
pueblo llano. Por eso, el arado -fuera romano, de vertedera o de otra clase-,
pese a ser uno de los artefactos que revolucinaron la vida de la humanidad,
llevándola de las simas de la prehistoria a las vertientes de la modernidad,
pasó a gozar de escaso crédito. Descrédito que se extendió no sólo a sus
usuarios, sino a todos aquellos a quienes por su rudeza, se les veía pinta de
poder manejarlo, llegando a tanto la identificación con el instrumento, que se
dice de ellos que son más brutos que un arado. Y para que no haya dudas, al que
siendo rústico lo disimula con apariencias de fineza y buenos modales, se le
tacha de desertor del arado.
Trabajar en el alambre
Trabajar en el alambre
Esto de que Adán fuera condenado a
ganarse el pan con el sudor de su frente, tengo que decir que todavía no ha
sido asimilado por algunos, que se esfuerzan por trabajar lo menos posible o,
en el colmo del fingimiento, solo por aparentar que lo hacen. Frente a estas
actitudes engañosas, la voz popular se defiende atacando con ironía al
trabajador tramposo: a la pregunta sobre el trabajo de nuestro vecino haragán o
del recién estrenado novio de la Maruja, las malas lenguas contestan con
énfasis que “trabaja en el alambre”. Esta respuesta llevará a algunos a
interpretar que se dedica a hacer alambre o a trabajar con el dicho hilo
metálico; y otros, más entendidos, crerán que el tal es funambulista en el
circo. Pero dejándose de discusiones etimológicas, los más entenderán que estas
supuestas ocupaciones son tan poco creíbles como las nada habituales del
trabajo en el alambre. Aunque en el caso contrario, lo que se critica, lejos de
la vagancia, es la entrega a una tarea excesiva e inexcusable, preguntándose si
es que se trata de trabajar en el alambre. Que todo puede ser.
Un jano (como la pata un gitano)
Aunque a ustedes les parezca mentira, les diré que, pese a nuestra mala fama de “comernos” sonidos y palabras, una de nuestras preocupaciones es ser fidedignos en nuestro decir, aunque sea recurriendo a pleonasmos y redundancias que a más de uno le parecen ridículas y hasta vulgares. Por eso decimos picoesquina, subir p´arriba o bajar p´abajo, expresiones que a nosotros nos parecen el colmo de la precisión y el detallismo. Y a este afán puntualizador responden las expresiones locativas que nos dirigen o nos sitúan justo en el culmen de la altura o en el extremo de la bajura. Si decimos que vamos a ir a la punta arriba de la calle, o del cejo, o del rascacielos, o que bajamos a la punta abajo del sótano, de la calle o de la gruta, a nadie le quedará duda de nuestro ascenso hasta el punto más alto o de nuestro descenso al límite de lo más bajo. Y una vez llegados allí, podemos retratarnos en la punta arriba o en la punta abajo de esos lugares. Para que luego los bienhablados censuren la impuntualidad de nuestros dichos.
A tomar viento a la farola
Un jano (como la pata un gitano)
Si por casualidad hubieran oído
por aquí el término jano, podrían
pensar que los indígenas del lugar éramos expertos conocedores de la mitología
clásica. Pero sepan que no es el caso, sino que se trataba de un término mucho
más vulgar, e incluso zafio, pero que no se utilizaba con su significado pleno
de “zurullo, excremento alargado y compacto”, sino como expresión de rechazo
ante una petición o una opinión impertinente o excesiva. Se recurría a él en
vez de utilizar jamón, huevo, pijo o comperdón mierda;
pero de una manera hiperbólica y desmesurada porque lo mismo que al valor
negativo de jamón los finodos le podían añadir chorreras (“… Y un jamón con
chorreras”), nuestro jano se adornaba
con una comparación muy poco ortodoxa para los partidarios de una igualdad
entonces inexistente. Así, si nos pedían dinero o expresaban una idea
inoportuna, la respuesta era contundente: “Y un jano como la pata (de) un gitano”. Además, si el cándido
interlocutor nos interrogaba sobre el sentido del dicho jano, se le aclaraba que era “una mierda como la palma de la mano”.
Y todo, con perdón, quedaba claro.
Pasar
los quiries
Los primeros cristianos imploraban
la protección divina mediante los quiries
(“Señor ten piedad, Cristo ten piedad”) si se encontraban en una situación de
peligro o de dificultad; y esa invocación se repetía hasta seis veces al
comienzo de la misa, por lo que la palabra quiries
o quirios era muy conocida y
repetida, aunque los que la oyéramos y dijéramos entendiéramos poco griego. Y
como reflejo de esas invocaciones, los indígenas de aquí, cuando se encontraban
en un penaero y lo pasaban mal, en
vez de “pasarlas canutas” o “pasarlas moradas”, como otros, pensaban que lo
suyo era “pasar los quiries”, ya
fuera por pesares del alma o por el trabajo corporal, caso este último en el
que también se solían “sudar los quiries”.
Así que quizá alguna vez oigan que “Huertas está pasando los quiries con ese zagal” o que “en la siesta pasaremos los quiries con estos calores”; situación que puede llegar al extremo
de “echar los quiries”, es decir, de
vomitar mucho o devolver las papillas. Pero se trataría de un verdadero milagro,
porque ya no se oyen los quiries ni
siquiera en misa.
Ir/
llevar de rabillo
En pocos lugares del mundo, si se excluye
este nuestro terruño, oirán ustedes una expresión tan familiar, tan cariñosa y
tan bonica. Pero para que surta efecto necesitamos un niño de corta edad y una
persona mayor: el padre o la madre, el tío o la tía, aunque preferentemente el
abuelo o la abuela. Y hay que ver cómo la madre o la abuela se afanan en las tareas
de la casa, yendo de un sitio para otro, fregando, limpiando, lavando,
cocinando o echando de comer a las gallinas, mientras el padre o el abuelo
reparan las herramientas del trabajo, entran y salen del porche o de la cuadra,
riegan o majincan las plantas de la huerta. Y en todos los casos el pequeño
infante va detrás, pegado al mayor, parándose cuando él se para, andando cuando
él anda, intentando hacer lo mismo que ve hacer, siempre preguntando. Y entonces
al padre o la madre, al abuelo o la abuela, al tío o la tía, se les cae la
baba, se les derriten los huesos por llevar
de rabillo a todas partes a tan pequeño y gracioso acompañante.
Estar
removía, vío
Por aquellos tiempos, de la
sexualidad se hablaba poco, y aun en voz baja. Pero a veces era necesario
nombrarla, aunque fuera con términos asépticos que pasaran desapercibidos para
la mayoría. Así ocurría con los ciclos del celo de los animales, que era
necesario tenerlos en cuenta para el buen gobierno de los tales. Así que cuando
se veía cierta mutación en los organos sexuales femeninos y un comportamiento
arrastrado y zalamero, quedaba absolutamente claro que la oveja o la china, hablando conmigo mismo, había que
“arrimarla” al macho porque “estaba removía”;
mientras que a la gata o a la perra convenía apartarlas de él para evitar la
proliferación de la especie. Aunque otros, más explícitos, se atrevían a decir
que estas hembras “estaban salías”.
Pero como el demonio todo lo confunde, pronto empezó a considerarse también removía a la mujer fogosa que se
acercaba mucho a los hombres, aunque no fuera más allá. Y ya puestos, de todo
aquel que hablaba mucho de mujeres o las miraba con deseo se decía también que
estaba removío, aunque esta
“remoción” se tomaba como un elogio de la mucha hombría.
Tener/
no tener salía
La salía era la medida incontestable con que se caracterizaba la
competencia social de una persona; y en
la mayoría de los casos su incompetencia. “¡Qué poca salía tiene este zagal!”,
decía la madre del hijo indefinido y apocado; “Mi hombre no tiene salía pa ná”, confesaba la señora acerca
de su marido irresoluto; “Este tiene salía
para todo”, dictaminábamos del amigo atrevido y emprendedor. Así que salía era una caracterización que
retrataba el temperamento, la capacidad de afrontar, no ya un asunto concreto,
sino la vida y la relación social. Los que tenían salía eran valorados y admirados por todos mientras que a los que
teníamos poca salía nos quedaba poco
que hacer frente a la desenvoltura de aquellos, de manera que siempre
llegábamos tarde, o simplemente no íbamos, a una conquista amorosa, a la
búsqueda de un trabajo, a los trámites de una gestión o a la resolución de un
problema. Aunque la poca salía, como
otras muchas etiquetas negativas, se solía aplicar casi exclusivamente al
prójimo, que es donde se suelen ver los defectos y carencias, y no a nosotros
mismos, que presumimos de no tenerlos.
Criar/
tener a pico de rollo
Si a alguno de ustedes lo han
criado a pico de rollo, quizá nos pueda explicar el porqué de expresión tan
enigmática. Seguro que empezará por decir que, aunque parezca mentira, en otros
tiempos había rollos –como se llama por aquí a panes, bollos y dulces redondeados-
que, dejando a un lado su forma habitualmente circular, adquirieron una configuración
cuadrangular, quizá como aspiración a la cuadratura del círculo, aunque
respetando la abertura redonda del centro. Luego, usted añadirá que los picos
tostaditos de este dulce cuadrilátero eran un capricho apetitoso que se
reservaba para el rey de la casa, que era usted. Y concluirá diciendo que criar
o tener a alguien a pico de rollo es regalarlo con una alimentación escogida y
exquisita; y aún más, cuidarlo y mimarlo, poniendo a su alcance todo tipo de
galguerías y caprichos. Y entonces ya podremos decir nosotros, con conocimiento
de causa, que de niños también nos trataron así, o que ahora criamos a piquico
de rollo a nuestros hijos, por no decir que los malcriamos. Que todavía estamos
a tiempo de llamar a las cosas por su nombre.
Tierno
como el agua
Ahora que se ha descubierto que se
puede cortar una gota de agua, algunos podemos decir que ya sabíamos de la
escasa resistencia al corte del líquido elemento; así que, desde tiempo
inmemorial, ponderábamos la ineficacia del cuchillo romo y de otras armas
blancas diciendo que no cortaban ni el agua. Pues sepan que los habladores de
aquí tienen el agua como referente para ponderar la suavidad de los alimentos:
oíamos a la abuela cantar las excelencias de las patatas nuevas y, sobre todo,
de los garbanzos del cocido, afirmando que estaban tiernos como el agua; y no
había mejor piropo para la cocinera que ensalzar la textura delicada de la
carne –cortada en recios chuletones y entrecotes, en finas lonchas y bistelicos o en apretados tacos-,
diciendo de ella que estaba tierna como el agua. Y ya puestos a encarecer la
ternura, podíamos extender el dictamen a panes y dulces, a las verduras y a
toda clase de elaboraciones culinarias, fueran en sartén, cazuela, parrilla u
horno. Todo ello sin olvidar el esponjoso melocotón o la jugosa pera, que,
tiernos como el agua, se deshacían en la boca.
Bueno
de comer/ de comida
Decimos de alguien o de algo que
es o está bueno aplicándole una etiqueta genérica y bienintencionada que no
distingue, entre el cúmulo de bondades, si se refiere a la inclinación a hacer
el bien, a la utilidad, al sabor exquisito, al tamaño considerable o al
perfecto estado de conservación. Compramos unos tomates o melocotones, hemos
hecho unas tortas de pascua o empezamos un pernil
–ahora llamado jamón- y decimos que están buenos, sin más, con lo que no todo
el mundo entendería en que consiste esa bondad. “Bueno está lo bueno”, nos
dirán con sorna los que esperaban una información más precisa. Por eso, algunos
habladores de aquí han encontrado la fórmula que aclara cuál es la bondad de
tomates, melocotones, tortas, perniles y de toda clase de productos
alimenticios: “Están buenos de comer” o “de comida”, es decir, que son gustosos
y apetecibles por su buen sabor, al margen del tamaño, apariencia o estado de
conservación. Así que Paco el frutero, el ama de casa, la abuela y el aprendiz
de masterchef con un rotundo “bueno
de comer” dejarán del todo claras las excelencias del manjar.
La punta arriba/ la punta abajo
La punta arriba/ la punta abajo
Aunque a ustedes les parezca mentira, les diré que, pese a nuestra mala fama de “comernos” sonidos y palabras, una de nuestras preocupaciones es ser fidedignos en nuestro decir, aunque sea recurriendo a pleonasmos y redundancias que a más de uno le parecen ridículas y hasta vulgares. Por eso decimos picoesquina, subir p´arriba o bajar p´abajo, expresiones que a nosotros nos parecen el colmo de la precisión y el detallismo. Y a este afán puntualizador responden las expresiones locativas que nos dirigen o nos sitúan justo en el culmen de la altura o en el extremo de la bajura. Si decimos que vamos a ir a la punta arriba de la calle, o del cejo, o del rascacielos, o que bajamos a la punta abajo del sótano, de la calle o de la gruta, a nadie le quedará duda de nuestro ascenso hasta el punto más alto o de nuestro descenso al límite de lo más bajo. Y una vez llegados allí, podemos retratarnos en la punta arriba o en la punta abajo de esos lugares. Para que luego los bienhablados censuren la impuntualidad de nuestros dichos.
A tomar viento a la farola
A los pesados, pegotes y, en
general, a todos aquellos que nos resultan molestos e impertinentes, procuramos
despedirlos con el encargo de que se entreguen, lejos de nosotros, a
actividades inútiles o vergonzantes, a ver si así escarmientan. Entre las casi
inocuas que mandan “a paseo” o “a freír espárragos”, y las desconsideradas que
envían ” a la mierda”, “al carajo” o “a hacer leches”, queda el aparentemente
airoso “a tomar viento”, luego completado con el locativo “a la farola”, cuya
paternidad se atribuyen muchos urbes marineras, siempre que posean un faro
marítimo que haya adoptado el nombre de farola: unos dirán que nació en las
costas catalanas, otros que nada mejor para tomar el viento que la farola de
Málaga, pero los habladores de aquí –y sobre todo los suroccidentales- sabemos,
por la parte que nos toca, que el mejor sitio para remitir a los que nos
enfadan es la farola de Águilas, que, al pie del castillo y a la entrada del
atrevido rompeolas, proporcionará al allí enviado buenas ráfagas de Levante,
que los malpensados interpretarán como un eufemismo irónico que sugiere otro
tomar.
No haber salido de las paretas de San Diego
No haber salido de las paretas de San Diego
En estos tiempos de globalización
en que han desaparecido fuertes y fronteras y el mundo se ha hecho pequeño y de
sobra conocido, podríamos creer que la vida fue siempre así. Pues desengañense,
porque durante siglos la dificultad de las comunicaciones y el miedo a lo desconocido
e inseguro, hacían que la vida no fuera mucho más allá de las lindes de la
aldea y que villas y ciudades se fortificaran con murallas, fosos y puentes
levadizos que separaran nuestro vivir del mundo ancho y ajeno. Pero pronto
algunos interpretaron que esos límites físicos simbolizaban la inexperiencia y
el aldeanismo de los que no salían de los confines del terruño para conocer el
mundo. Así, muchos lorquinos lamentaban estas carencias confesando que no había
rebasado las paretas, reales o
imaginarias, del barrio extremo de San Diego; o eran tachados por otros de
ignorantes y pueblerinos por no haberlas traspasado. Pero si a ustedes nada les
dice este localismo, recuerden si en su pueblo también hubo una frontera que
marcara los límites con el ancho mundo y, en definitiva, el nivel de cultura y
de modernidad de los paisanos.
Bata de boatiné/guatiné
Bata de boatiné/guatiné
A multitud de mujeres, del barrio
o del campo, el ingreso en la modernidad les vino dado, en mitad del siglo
pasado, por el acceso a la bata de boatiné,
con su tejido acolchado, acotado en
cuadrillos enmarcados por pespuntes. Miles de mujeres, de un día para otro,
habían sustituido el recio y negro manto de lana o la fina y escueta toquilla
por una prenda de cuerpo entero, con colores vivos y lucida apariencia. Pero
este tránsito supuso serios problemas de adaptación, empezando por el nombre,
que fue desde el boatiné exótico al
adaptado guatiné; pero fueron sobre
todo de uso: muchas creyeron que aquella prenda aseada y lustrosa era atalaje muy apropiado para andar por la
calle, ir al mercado, asistir a misa o a la fiesta, uso social que no se oponía
a que, acto seguido, se pudiera freír un huevo o aviar un cocido con ella puesta. Hoy aquellas tan novedosas y populares batas se siguen vendiendo
en mercados y comercios tradicionales y no deja de verse alguna mujer que presume
de ella por la calle. Aunque nunca encontraremos su nombre en el diccionario.
Mega
mega
Las cosas se pueden hacer de mil
maneras o más, según la situación, el carácter y la intención de quien las
hace; y la lengua tiene muchos modos de designar ese hacer, así que no es lo
mismo hacerlas por las bravas que a la buena de Dios, a tontas y a locas o con
primor. Pero hay quien, como Robert de Niro, las compendia solo en tres:
“La correcta, la incorrecta y la mía”; aunque si somos exigentes nos quedaremos
únicamente con la última, porque existen tantas maneras de actuar como
personas. Y para demostrarlo sin duda alguna viene que ni al pelo la expresión mega mega, que califica la manera
particular con que cada persona hace las cosas: a su modo, a su ritmo, paso a
paso, para diferenciarla de otras hechas con más diligencia, pero quizá de
forma un tanto alocada o con descuido. De modo que si yo las hago a mi mega mega o usted dice actuar a su mega mega, es que usted y yo ponderamos
nuestro trantrán de hacerlas y no el atropello o el tuntún con que las hacen
otros.
Salírsele
a uno el ses
La siesta. El sol se desploma
sobre los campos desolados. El aire reverbera ondulando su falso oleaje entre
la calima. La vieja, con su pesada cesta de mimbre, llega caldeando al cortijo. Y nada más espatarragarse en la silla, suelta la sentencia: “Me se está saliendo el ses”. Al nene de la casa aquello del ses
le parece un arcano indescifrable; y andará tiempo dándole vueltas al vocablo
hasta que, años después, llegó a la certeza de que se trataba del ser; así que
la vieja, filósofa a su pesar, quiso decir que el calor le hacía exhalar el
último aliento, el alma, la esencia del existir. Pero un día le dijeron que en
los campos de Lorca y de Cartagena el ses
era el tramo final del intestino, y supo también que salirse el ses, es decir, aflorar el repliegue del recto por el
ano, era la imagen poderosa con que se encarecía el esfuerzo o el cansancio
extremos. Pero él no dejó de pensar que aquella hermosa palabra representaba el
ser, que, por azares del destino, no se nos iba por la boca sino por el comperdón culo.
A tajo parejo
A tajo parejo
Hay mil maneras de hacer las
cosas, según la atención que se pone en ellas, el tiempo que se les dedica y
otras mil circunstancias. Pero la forma más sencilla que aquí tenemos de hacerlas
es a tajo parejo, sin establecer
distinciones y llevándolas a la vez; aunque esta expresión puede ofrecer una
visión favorable o, por el contrario, negativa de nuestro hacer. Para lo bueno,
ir a tajo parejo significa tratar a
todo y a todos por igual, sin favoritismos ni discriminaciones, sin
preferencias ni distinciones; así que el funcionario atiende a todos a tajo parejo, los trabajos de la casa
se hacen a atajo parejo y el difunto
repartió su herencia a tajo parejo
entre sus hijos. Sin embargo, actuar a
tajo parejo puede ser un comportamiento ineficaz, arbitrario o injusto si
el operario recoge la fruta sin distinguir entre verde y madura, el profesor
aprueba o suspende sin valorar los méritos del alumno o se hace todo deprisa y
corriendo sin ningún cuidado. Por eso, si quieren hacer las cosas medianamente
bien, no vayan a tajo parejo, porque
les pueden salir a troche y moche.
Estar hecho un silbío
Estar hecho un silbío
El grosor del cuerpo humano se
puede pesar y medir con exactitud; pero en muchos casos es una apreciación
subjetiva que depende de las circunstancias y de la intención de quien la
juzga. Si ahora estar entrado en carnes –y, en definitiva, ser gordo- está
completamente desacreditado, en aquel pasado de penurias, si no de hambre, la
delgadez se veía como signo inequívoco de escasa alimentación o de mala salud.
No había mejor imagen para sorprenderse de la delgadez extrema que la identificación
con el silbido, como si desmaterializáramos la figura humana al convertirla en
el sonido afilado y vano que hace el aire. Del nene engalicao decíamos que estaba hecho un silbío y como un silbío
veíamos a la moza delgada y enfermiza que no tenía donde agarrarse. Pero dados
los gustos y modas de estos tiempos, no estaría mal retomar esta expresión casi
olvidada, con la que podríamos alabar la imagen estilizada y “saludable” de
modelos escuchimizadas y anoréxicas y hacer eslóganes de dietas y métodos infalibles
de adelgazamiento extremo. Que los tiempos han cambiado y ya quisiéramos más de
uno estar como un silbío.
No
caberle a uno un cañamón/ esparto por el culo
Las manifestaciones extremadas de
satisfacción de los demás las solemos ver, quizá por envidia o por desprecio,
como prueba de presunción y de arrogancia. Pero manifiesten una cosa o la otra,
tendemos a identificarlas con un ponerse hinchado, orondo y campanudo, como si los aires de ese ánimo alimentaran
hasta reventar, no solo el ego, sino también el cuerpo del afectado, a
semejanza de lo que les suele ocurrir a numerosas aves, que inflan su plumaje
para impresionar a sus congéneres; o como le sucedió a don Quijote, que, de
verse ordenado caballero, el gozo le reventaba por las cinchas del caballo.
Pero los habladores informales, deseosos de pintar a lo vivo los cuerpos y las
almas del género humano, llevan la imagen más allá: el retratado, inflado en
grado sumo por el gozo o a reventar de puro engreimiento, no puede ya aumentar
el nivel de este estado de ánimo, aunque solo sea con la minucia de una semilla
de cáñamo, que los habladores montaraces sustituyen por la delgada fibra del
esparto. Ni siquiera haciendo uso, contra natura, del conducto posterior, sepultado
entre tanta grosura.
Y dale, Perico, al torno
Y dale, Perico, al torno
Estamos rodeados de personas que
nos resultan impertinentes o cargantes por lo que hacen a dicen. Pero lo peor
de estos comportamientos molestos es la reiteración: el insistir, pese a las
advertencias, en el mismo hecho, o el reiterar dichos y opiniones inapropiados
o ya de sobra conocidos. Con esta expresión, en que la y ilativa enhebra esta acción con otras muchas anteriores igual de
inapropiadas, se muestra el hartazgo ante el azogue del zagal que todo lo
trastea, las peticiones reiteradas de dineros y dádivas por parte del gorrón, o
la mención inoportuna de la soga en casa del ahorcado, por no ir más lejos.
Así, la figura humilde del torno que movíamos insistentemente para devanar o
moldear la cerámica u otros materiales, o de aquel otro que, activado por un
manubrio, se aplicaba a las ruedas de los carruajes para frenarlos, se
convierte en imagen viva del reproche categórico al que insiste mucho en
actuaciones o comentarios que consideramos fuera de lugar. Pero hoy, desaparecidos
tales instrumentos giratorios de la vida común, díganme el tiempo que hace que
no han oído esta frase tan disuasoria.
Emplearse
en alguien
Los habladores informales
consiguen a veces invertir el significado de ciertos vocablos, dándoles un uso
opuesto al habitual. Vean cómo la acepción principal de emplear da cuenta de una acción transitiva que consiste en ocupar a
otro en un trabajo, negocio o encomienda. Pero hete aquí que, mediante un
curioso juego de magia, podemos invertir el papel de sus actores para convertir
al empleador en empleado y al empleado en empleador. Y entonces diremos que
nosotros nos empleamos en alguien si es que nos valemos o nos servimos de él,
pidiéndole ayuda, favores o dinero. Pero como nuestra dignidad nos dice que eso
es rebajarnos un tanto, porque confesamos que nos ponemos en manos del otro, lo
habitual es que critiquemos este encomendarse a los demás, tan del gusto de
algunos – “El Andrés se emplea en su suegro para todo”-, y manifestemos que a
nosotros no nos hace gracia este emplearse en alguien porque es ponerse a su
disposición, entregarse a él. E incluso afirmamos categóricamente que no nos
gusta emplearnos en nadie. Y entonces todos, empezando por nosotros mismos, nos
congratulamos de esa declaración de valía y autosuficiencia.
Hecho
un pollo tito
Mientras que aquí llamábamos pilas a las gallinas y pilis a los pollos, los valencianos llamaban
tit a pollos y gallinas; pero en todos
los casos estas aves acudían atentas y sumisas al requerimiento. Pues bien, el tit valenciano fue adoptado por nuestras
hablas en la expresión redundante pollo
tito, que designa al pollo recién nacido, apenas salido del cascarón,
alicaído y tiritando, con los folículos y cañones de las plumas desnudos y mojados.
Pero fíjense, sobre todo ahora que ya no vemos pollos titos sino más bien talluditos, y casi siempre recién
asados, cómo el término ha pervivido en una imagen muy expresiva que todavía utilizamos
algunos: “estar hecho un pollo tito”,
con la que designamos a las personas, y sobre todo a los niños, que presentan
un aspecto semejante al del tito
recién nacido cuando llegan mojados y ateridos de la playa o la piscina, o
resultan calados hasta los huesos por un chubasco repentino, o vienen de jugar
completamente empapados de sudor. Y entonces les ofrecemos una toalla o nos
ponemos a secarlos para sacarlos del desamparo y la tiritera del pollo tito.
En
to que
La riqueza del hablar estriba en
la posibilidad de elegir unos términos u otros, en función de la intención del
que habla, de su conocimiento del léxico, del afán de precisión o del deseo de
economizar el esfuerzo. Así, para situar un hecho en un tiempo correlativo con
otro inmediatamente anterior, el pedante de resabios literarios dirá, por
ejemplo, “Al punto que paró el tren,
nos bajamos”, mientras que el de pretensiones cultas y espíritu poco ahorrador
dirá tan pronto como, y finalmente,
el hablador común recurrirá al más breve en
cuanto. Pero no es este el caso de los habladores murcianos, que, llevados
de un afán totalizador, se esfuerzan por ponderar la inmediatez de las dos
acciones utilizando con profusión en to
(do) que. Por eso decimos “En to que
coma, voy a verte” o “En to que me
despierte, te llamaré”; y todo el mundo queda enterado de la rapidez y
diligencia con que actuaremos. Seguro que este giro les ha sonado en to que lo he dicho, y hasta lo han
utilizado muchas veces; aunque no se encuentre testimonio escrito de su
existencia.
Un suponer
Decir las cosas de forma directa,
sin tapujos, suele ocasionar incomodidades y disgustos para el que habla. Por
eso, conviene dulcificar lo que decimos mediante fórmulas que rebajen su
intención, dejándolo en el campo de la suposición, el deseo o la posibilidad.
Así que cuando, un suponer,
manifestamos una opinión atrevida, una petición inesperada o una amenaza, es
mejor presentarla como una ocurrencia, una especulación o una simple premisa de
una acción posterior. Para ello, nada mejor que nuestra locución un suponer, que, en forma explicativa,
restringe lo que se dice, muchas veces ya rebajado con el uso del condicional o
el subjuntivo, como si se tratara de algo meramente imaginado. Así se deja al
interlocutor la interpretación del mensaje implícito, que puede conllevar una
amenaza –“Si yo, un suponer, te diera
un par de guascas…”, una petición
–“Yo necesitaría, un suponer,
doscientos euros”- o un deseo –“Tenemos, un
suponer, dos días de vacaciones y nos vamos a la playa”-. Con lo que acabo
de explicar ustedes, un suponer, se
habrán enterado de lo que quería aclararles sobre nuestro un suponer. Aunque quizá es demasiado suponer.
Echarle
sal a algo
Resulta
y da por resultado que los hechos y los dichos se prestan a interpretaciones encontradas
según quien los valore y las circunstancias en que se produzcan, aunque su
protagonista crea que tienen un sentido claro e inequívoco, que es precisamente
el que el tal les ha atribuido. Pero sobre todo nos quejamos de aquellos que,
para bien o para mal, los condimentan añadiéndoles matices más o menos
desviados. De estos decimos que son los que “le echan sal” a todo lo que ven y
oyen, imaginando lo que no es, dándole más importancia de la que tiene a lo que
se dice o se hace, tomándose a chacota lo que no tiene gracia, añadiendo
apostillas y comentarios inoportunos o malintencionados y, en definitiva,
cocinándolo a su gusto, con razón o sin ella, para disgusto de quien escucha
sus puyas y habladurías. Entre estos “sazonadores” interesados están los que
meten la cuchara en todas las salsas, los impertinentes que no miden lo que
dicen y, en general, todos aquellos que desconfían de los demás o los
desprecian, considerando que hay que desacreditarlos o burlarse de ellos.
Hablando conmigo mismo/
conmigo solo
Los cultiparlantes, un tanto atrevidos e
imprudentes, nos atribuían a los habladores silvestres unos decires groseros,
sin apreciar nuestra retólica de la
cortesía y la buena crianza que, a veces, por excesiva, provocaba la risa y la
burla de los ilustrados. Para nosotros, la mención de ciertas realidades
consideradas como sucias o nefandas, siendo en el fondo necesaria, requería de
una disculpa porque resultaba formalmente inconveniente y grosera. Con nuestros
“hablando conmigo solo” o “hablando conmigo mismo”, dichos como entre paréntesis,
tratábamos de pedir la benevolencia del interlocutor para que no se sintiera
cómplice de la mención impertinente, por ejemplo, de los chinos, hablando cortamente,
llamados por otros cerdos o guarros; retórica pudorosa de la que ya se burlaba
el narrador del Quijote al referirse a “unos puercos que, sin perdón, así se llaman”. Autismo excusatorio aplicable además a
la mención del retrete, si no se le
llamaba excusado, y a todo lo que en
él se hace, y también a ciertas partes del cuerpo nada confesables. Pero esto
era antes; que ahora rústicos y finodos
llamamos a las cosas por su nombre sin excusas ni retólicas.
Emprender a alguien
Como la gracia de nuestro decires consiste
en manifestarnos de forma directa, sin tapujos, pintando a lo vivo las cosas
que pasan, si queremos afearle a alguien su conducta vituperando o reprochando
lo que ha hecho o dicho, dejaremos a un lado la expresión “emprenderla con” por
oscura y prolija, y lo que haremos será emprenderlo,
tomándolo como objeto directo de nuestras acometidas: “La Anica emprendió a pescozones a su zagal”, “A ese lo voy a emprender diciéndole de todo menos
bonico”, hemos oído, y entonces muchos entenderemos que la intención de quien
tal hace o dice es amonestar, corregir o agredir al prójimo, ya sea de obra o
de palabra, recurriendo a un término en el que se confunden, y no se oponen, el
significado de reprender y el hoy
desusado de emprender referido a
encender el fuego, como si al que “emprendemos” lo fuéramos a incendiar y
consumir con el arrebato de nuestros golpes o reproches. Aunque les diré que
este concepto de “emprendedores” tan poco ortodoxo y distante del que hoy se
lleva, está cayendo en el olvido, quizá
por demasiado franco y nada correcto.
Tirarse un peo con borlas
Como ustedes bien saben, las borlas son
conjuntos de hilos o cordones que cuelgan como adorno de gorros, vestiduras o
calzados. Lo que ya no resulta tan natural ni mucho menos explicable es cuando
se dice que tales pelendengues
ornamentan algo tan vano e inconsistente como las ventosidades corporales. Sin
embargo, por estos lugares algunos confiesan que se han tirado un peo con borlas -aunque los más lo dicen
de los otros- para significar no solo la inutilidad e inconveniencia de algo
que se ha hecho o dicho, sino lo llamativo y aparatoso de ese comportamiento,
del que hubiera sido mejor no hacer ningún alarde. Leve como el aire o el
viento, pero agravado por su tono ruidoso y desapacible y sus olores poco
recomendables, el peo con borlas
retrata de forma ostentosa lo ridículo de nuestro intento de pretender algo
inalcanzable, la fatuidad ostentosa del que proclama opiniones innecesarias o inconvenientes
o el ridículo del arbitrista cuyas ocurrencias llevan al fracaso aquello que se
propone. Así que este peo con borlas
es como el parto de los montes; pero más vacuo y de más estruendo.
Quien quiera peos que se
los tire
Los habladores informales, cuando buscamos
imágenes que evoquen a lo vivo lo que queremos significar, recurrimos a referentes
que sean de dominio común. Por ejemplo, imaginen que hemos de criticar al que gasta
para sí el dinero de todos o actúa irresponsablemente sin tener en cuenta el
daño que hace a otros. Podríamos decir que el tal “dispara con pólvora de rey”;
pero no expresaríamos con toda justeza nuestra idea, ni seríamos del todo
entendidos, si es que acaso sabíamos explicar el simbolismo de este uso torticero
de la munición real. En cambio, la expresión que comentamos va mucho más allá porque
desnuda la doble perversidad del que hace cosas innecesarias y vanas con la
intención de alardear de posibles y de relevancia social, y lo hace a costa del bolsillo o de la confianza de
los demás. Así que quien quiera presumir de oropeles y vanaglorias, en todo
semejantes a la vacuidad e inconsistencia de las flatulencias corporales, que
sepa de antemano que debe cargar con las consecuencias y los costes de tal
obrar. Que conviene disuadir cuanto antes a estos aprovechados y pedorros.
Otras veces
Otras veces
Los sabeores de la gramática dicen que una vez…, otra vez son expresiones que marcan la distribución en el
tiempo de hechos que ocurren por turno. Así que unas veces hablamos y otras
veces estamos callados, unas veces hace sol y otras llueve. Pero los habladores
murcianos le concedemos a otras veces
un valor temporal intrínseco con el que situamos en un tiempo pasado sucesos que
ocurrieron antaño. Lo mismo que el autrefois
del francés, nuestro a veces
establece la barrera temporal entre nuestro presente y lo anterior, lo de otro
tiempo. Pero lo curioso es que a su valor temporal suele añadirse un cierto
tono de nostalgia con el que echamos de menos el tiempo pasado, aunque no fuese
mejor. “Otras veces llovía más que
ahora”, “Cómo nos divertíamos otras veces”,
“Otras veces íbamos a pata o en burra”,
“Otras veces pasábamos hambre”,
decíamos, y todo se teñía de un tono melancólico como si fuéramos memoria viva
de un mundo distante, que se fue para no volver. Pero hoy solo algunos podemos
decir que tan curiosa expresión solo existió otras veces; aunque casi nadie entenderá de qué hablamos.
Venacápacá
“Si tú me dices ven, lo dejo todo”. Así dice la canción
popular, y no le falta razón, porque ven
es un imperativo categórico que un enamorado, y más un niño, entendería como
una orden inapelable. Pero no crean, que en esto del ordeno y mando hay
categorías, cuyo rigor y urgencia el destinatario ha de interpretar. Si el ven es el grado mínimo, el ven acá añade a la orden el destino del
movimiento, pues el mandatario nos quiere tener a su alcance, indicio casi
seguro de una reprimenda o castigo. Aunque pueden ir peor las cosas. Si el
demandante, con voz airada, decía venacápacá,
martilleando con las consonantes oclusivas, y lo acompañaba con el índice
oscilando de delante atrás, o con la palma de la mano hacia arriba y yendo de
izquierda a derecha, a los niños no nos cabía la menor duda: el venacápacá nos instaba a acudir, con
temblor de piernas, porque algo muy malo habríamos hecho. Y lo probaríamos en
nuestras propias carnes. Lo digo por experiencia propia, aunque ahora quizá han
cambiado las tornas y es el niño el que pronuncia el terrible mandato.
Estar
hecho un vendo
Hay momentos en que nos
rencontramos tan cansados físicamente o con el ánimo tan derrotado que
necesitaríamos disponer de una palabra o expresión que certificara inequívocamente
nuestro estado. Y el diccionario no nos dejará huérfanos de ellas, porque podríamos
decir que estamos destrozados, desbaratados o agotados; o hechos pedazos,
trizas, fosfatina e incluso una comperdón mierda. Pero sin despreciar la
eficacia de las imágenes anteriores, por aquí podemos recurrir a una expresión
que retrata a lo vivo el cansancio y el desmadejamiento de quien no tiene
ansias para nada: estar hecho un vendo
nos identifica con los zorros de sacudir el polvo, formados por tiras de paño
llamadas también vendos. Lo curioso
es que vendo cayó pronto en el olvido
como instrumento de limpieza doméstica,
arrinconado por la pujanza de nuestro espulsador; aunque se mantuvo vivo para dejar constancia fidedigna
de nuestra incapacidad física o de nuestro desánimo, de manera que la abuela acansinada, el caballero sumido en el
desencanto y todo aquel que se siente apocado y sin fuerza todavía pueden decir
que estan hechos un vendo con la
esperanza de que alguien quizá los entienda.
Mear
muy alto
Dicen por ahí las malas lenguas,
que siempre las habrá, que la micción no es una acción tan neutra como parece,
sino que ofrece ciertos asomos de la condición o la intención de quien la lleva
a cabo. Así, la sabiduría popular afirma que la mucha elevación y distancia del
chorro es expresión fidedigna de la fuerza y la hombría de quien la ejecuta,
mientras que un fluido desmayado y exangüe certificaría su escasa virilidad.
Pero en estas cosas, como en casi todo, conviene no pasarse, porque el exceso
puede resultar contraproducente: al que se obsceca en “mear p´arriba”, el chorreo puede venírsele
encima de su propia persona. De ahí surge la imagen “mear muy alto”, que
nosotros aplicamos a otros menesteres y aspiraciones del resto del género
humano. Si decimos que el Julián mea muy alto, quizá estaremos consignando que
tiene unas ambiciones excesivas, poco acordes con sus capacidades o su posición
social. Aunque este mear muy alto puede ser también una estimación comparativa,
que pone al que tal hace muy por encima del resto de los mortales, que nunca
alcanzarán la altura de sus logros.
Montársele
a uno una cuerda
Si a ustedes les parece, les
hablaré de cuerda; pero no del
“conjunto de hilos entrelazados que forman un solo cuerpo largo y flexible que
sirve para atar, suspender, pesos, etc.”; porque a eso los habladores
silvestres le llamábamos soga, y bien
que nos entendíamos, al menos entre nosotros. Yo trataré de la acepción de cuerda que el diccionario presenta como
un término genérico que designa al “tendón, nervio o ligamento del cuerpo
humano o de los animales”. Y les daré cuenta sobre todo de un accidente que
consiste en la dislocación de uno de estos ligamentos, que se sobrepone a otro,
dando lugar a una hinchazón considerable y dolorosísima, que puede encallar el
funcionamiento de la espalda, el pie y, sobre todo, la mano. En aquellos
tiempos, cuando esto ocurría decíamos que se nos había montado una cuerda, y
acudíamos prestos al domicilio del habilidoso sanador de turno, quien, con
fuerza y maña, daba un áspero y repentino meneo al miembro contorsionado que
nos dejaba, aunque algo mareados, nuevos y bien dispuestos al instante, para
envidia de traumatólogos, rehabilitadores y fisioterapeutas, si entonces los
hubiera habido.
No
oscurecérsele/ escurecérsele a uno na(da)
El oscurecer es la paulatina
pérdida de la luz y la claridad que se produce desde que el sol se va
ocultando, ya sea por la llegada de la noche o al ser tapado por las nubes.
Esta privación de la luz, que altera y confunde los perfiles de las cosas, se
puede trasladar como imagen para dar cuenta de la confusión que nos impide
apreciar, comprender o resolver situaciones y problemas de la vida cotidiana.
Pero esta expresión se inventó con la intención contraria: dar cuenta de la
inteligencia de quien lo tiene todo claro y, sobre todo, la soltura del que se
enfrenta a los problemas con resolución y habilidad, sin temor a la dificultad o al fracaso. Con una negación tan rotunda del oscurecimiento, que lleva a la indecisión
y al apocamiento a muchos, se nos presenta al aludido como el colmo del arrojo
y el buen hacer, virtud que podemos predicar como un merecido elogio del
prójimo; pero, sobre todo, de nosotros mismos, con la buena o mala intención de
ponderar nuestra dedicación frente a la desidia y la inacción de los demás.
Pan,
pijo y habas
Algunos quieren convertir este
dicho en lema castizo de nuestro terruño, aunque apenas está arraigado en la
huerta de Murcia y alrededores. Pero antes de tal adopción convendría que los
sabios que de esto entienden se pusieran de acuerdo en el qué de su significado
e intención. La mezcla surrealista, por heterogénea, de ingredientes
difícilmente conciliables apunta a un menú de pacotilla con que el enfadado o
el amigo de burlas trata de no responder a la curiosidad inoportuna de quien
insiste en qué hay de comer, hurtándole así la información verdadera. Pero
también puede reflejar la escasez de productos en la despensa, la improvisación
de quien no tiene pensado lo que hacer o, simplemente, que se comerá lo de
siempre. A partir de la broma culinaria, el dicho puede convertirse en
expresión de lo improvisado, lo vano y lo inútil: desde las excusas
inadmisibles a los asuntos que, pese a su aparente credibilidad, resultan poco
serios. Falta de credibilidad del dicho o del hecho que denotamos con un
rotundo “pan, pijo y habas”, que pone de manifiesto su nadería o su condición
de tomadura de pelo.
Hacerle
a uno un traje
Traje es el vestido completo con
que nos cubrimos para abrigarnos o hurtar el cuerpo a los demás. Pues bien,
cuando algunos se empeñan en hacerle un traje a otros, sin que haya motivos
para este alarde de generosidad, lo lógico es que se trate de otro tipo de
vestimenta. Así como el traje se corta en distintas piezas que luego se van cosiendo,
este del que hablamos está confeccionado con las opiniones de murmuradores y
chismosos que se van sumando para cubrir de improperios, descalificaciones y
críticas a quien es objeto de su atención. Se trata, pues, de un traje imaginario
que no guarda ni protege, sino que pone al descubierto las manías, miserias o
maldades de la víctima, siempre según el criterio de los que así la visten. Así
que de las personas que hablan de nosotros, sobre todo a hurtadillas, tenemos
la sospecha de que, con murmuraciones y maledicencias, nos están haciendo un
traje que llevaremos puesto a los ojos de los demás. Si es que no somos nosotros
los que les tomamos las medidas y se lo hacemos a ellos. Que todo puede pasar.
Creo que la orden cana es masbien la Orden de Santiago
ResponderEliminarhttps://books.google.es/books?id=yYkoCwAAQBAJ&pg=PA425&lpg=PA425&dq=la+orden+cana&source=bl&ots=uRvESVbHXx&sig=ACfU3U272pAKAILowpD8BqmaYPFXhbvOfA&hl=es&sa=X&ved=2ahUKEwijvNrh4onhAhWrxoUKHTpABQwQ6AEwBXoECAUQAQ#v=onepage&q=la%20orden%20cana&f=false